Las herramientas son todos los objetos que empleamos para extender, amplificar o suplementar las posibilidades de nuestro propio cuerpo: el cuchillo que funciona mejor que nuestros dientes; los lentes que alivian y mejoran la vista; los instrumentos de escritura, que amplifican y vuelven más permanente la memoria individual. Hoy, los dispositivos electrónicos anexos, adheridos o integrados al cuerpo, amplifican y extienden la ergodicidad del cuerpo humano. De alguna forma nos convertimos en cyborgs.
Durante siglos, la línea divisoria entre los seres humanos y sus herramientas pareció clara. Pero en 1960, los científicos Manfred Clynes y Nathan Kline acuñaron el término cyborg (acrónimo de cybernetic y organism: organismo cibernético) para referirse al desarrollo tecnológico que, según ellos, haría falta para llevar a los seres humanos a vivir en otros planetas; no sólo objetos que emplear, sino modificaciones al propio organismo humano, que pudieran aumentar sus capacidades sin que hiciera falta un esfuerzo consciente de quienes las recibieran para poder utilizarlas. Seres humanos aumentados.
Por una parte, la idea es poderosa, y nos ha obligado a hacernos preguntas complejas acerca del cuerpo humano, la evolución y las posibilidades futuras de nuestra existencia. Por otra, ha llevado a que comprendamos de otra forma la tecnología que efectivamente se integra con el cuerpo y lo modifica, como un marcapasos o una cadera artificial. Pero sobre todo, el cyborg sea convertido en una figura icónica de la ficción contemporánea que se encuentra en el cine, la literatura, el cómic, le televisión, los videojuegos y más allá.
No hay que confundir cyborg con robot. Esto ocurre con frecuencia porque las dos criaturas son semejantes, y más en los medios masivos, cuyos guionistas no siempre están interesados en la exactitud de sus términos científicos. Por ejemplo, el Terminator (de la película de James Cameron de 1984) no es un cyborg, aunque se diga que lo es, sino un robot envuelto en piel humana, que le sirve sólo como disfraz. Y los jaegers de Guillermo del Toro en Titanes del Pacífico (2013) tampoco alcanzan a entrar en la categoría de cyborgs, porque si bien amplifican los movimientos de sus pilotos e integran sus sistemas nerviosos sin que haya esfuerzo consciente por parte de ellos, son máquinas en las que se puede entrar y salir.
Y tampoco hay que creer que todo cyborg tiene una mano mecánica, un ojo-cámara de metal negro (o con una malévola luz roja) o puertos USB en la cabeza. El Hombre Nuclear (de la serie televisiva de los años setenta, interpretado por Lee Majors) es un cyborg en toda regla –acaso el primero de fama mundial– pero su aspecto es totalmente humano: sus piernas tienen agregados mecánicos y electrónicos que no se ven, y su ojo aumentado, capaz de vista telescópica, parece un ojo normal. Del mismo modo, uno de los cyborg más conocidos de la actualidad es Tony Stark (interpretado por Robert Downey Jr.), que durante cierto tramo de la serie fílmica de la Marvel no puede quitarse el aparato implantado en su pecho que mantiene latiendo su corazón, por lo cual construye alrededor del mismo la armadura protectora de Iron Man.
El aspecto vistoso y a veces amenazante que se da comúnmente al cyborg (y que tiene ejemplos en el superhéroe llamado justamente Cyborg de la DC Comics, o en Darth Vader, el villano de la serie fílmica Star Wars) es popular porque señala su distancia de lo humano: el horror que produce lo artificial cuando finge tomar la apariencia de lo natural. Es el mismo efecto que producía el monstruo creado por el científico Victor Frankenstein en la novela de Mary Shelley, pero en aquel caso la criatura era distinta de su creador; el cyborg integra el horror de lo artificial al cuerpo mismo de quien lo percibe, y lo hace cuestionar su propia naturaleza. Uno de los lugares comunes más extendidos respecto del comportamiento del cyborg en la ficción es que, por ser “en parte máquina”, no tiene sentimientos y puede volverse incluso cruel, metafóricamente in-humano.
Sin embargo, también hay otras visiones posibles, que se han abierto paso poco a poco a medida que las sociedades (sobre todo, las más desarrolladas) van aceptando las modificaciones corporales como algo normal. La más notoria es la del cyborg como individuo superior, sea física o psicológicamente. La serie de El Hombre Nuclear, por ejemplo, es adaptación de la novela Cyborg (1972) de Martin Caidin, en la que el protagonista, Steve Austin, termina por reconocer que sus modificaciones, aunque debidas a un accidente casi fatal, son una ventaja. Lo mismo ocurre en la novela Homo Plus (1976) de Frederik Pohl, en la que un astronauta es “adaptado” para vivir en Marte: su aspecto resulta espantoso, pero al estar perfectamente adaptado a su nuevo planeta –como habían pensado Kline y Clynes– se siente feliz como no lo había sido en la Tierra.
Finalmente, también hay incontables ficciones en las que el cyborg, como buen lugar común o figura icónica, no es el centro de la trama y se reduce a decorado, o bien a elemento adicional de otros temas. Un ejemplo, entre muchos, está en las novelas gráficas Los metabarones (1992-2003), la saga familiar de Alejandro Jodorowsky y Juan Giménez, en la que cada protagonista es mutilado de forma ritual y equipado con un sustituto cibernético de la parte perdida. Más que discutir las diferentes modificaciones, la intención de guionista y dibujante es sorprender con las opciones que eligen: algunos personajes pierden un brazo, o los pies, pero otro pierde el sexo, y otro más (literalmente) la cabeza.
Acaso aceptamos más y más el cyborg entre nosotros (o el modo en que nos vamos convirtiendo en cyborgs) porque la ficción también nos cambia: vuelve lo asombroso más rutinario. No podemos imaginar cómo será el mundo cuando lo normal sea que los cuerpos se modifiquen y aumenten, pero acaso pensaremos (como siempre pasa, porque la maravilla siempre se olvida) que la ficción nos quedó debiendo.
Raquel Castro Maldonado
Escritora, periodista y guionista.
Es autora de varias novelas, entre las que destacan: Ojos llenos de sombra por el que recibió el Premio de Literatura Juvenil Gran Angular, en 2012, y Dark Roll publicada en 2015.