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Amor sin riesgos: entre el simulacro y la adicción en los videojuegos Otome

Por Cádiz Mantilla /

4 ago 2020

 

Los espacios y elementos lúdicos, sabemos, son fundamentales para los seres humanos, sin embargo son también zonas susceptibles para desarrollar mecanismos de consumo. En este ensayo, Cádiz Mantilla explora de qué manera el capitalismo de plataforma explota la idea de amor romántico usando las dinámicas de un videojuego para crear un objeto de consumo.

En la actualidad existe una gran variedad de videojuegos diseñados para el público adulto, que promueven temáticas ampliamente atractivas (Mainer, 2007: 5), de entre los cuales destacan los juegos de simulación o de rol; algunos, específicamente dirigidos a las mujeres solteras, aunque no necesariamente son las únicas atraídas hacia los juegos de esta índole. En esta categoría encontramos el Otome[1], un estilo de videojuegos a modo de novela visual en el que las jugadoras pueden ser partícipes de una historia romántica e interactuar con la narrativa de la misma al ir eligiendo los diálogos de su propio personaje, con el objetivo de flirtear con diferentes personajes masculinos y experimentar una especie de amor virtual.

            Ante todo, y aunque pueda sonar rara la idea de seducir a un dibujo animado cuyas respuestas están programadas por un algoritmo, baste recordar que el amor inscrito en la racionalidad del capitalismo se ha usado siempre como una mercancía muy efectiva para influir en los pensamientos y conductas de las mujeres. Me atrevo a decir incluso que, así también, la relación estrecha entre cortejo y capital se ha encargado de controlar el modo en cómo se supone que las mujeres habremos de asumirnos y en cómo nos desenvolvemos socialmente: encontramos tales pautas en la literatura, en películas, en notas que prometen consejos al respecto y hasta en la comercialización de una amplia gama de productos que aseguran poder convertirnos en objetos de deseo irresistibles que atraigan a la pareja ideal. Sin embargo, detrás de toda esta estrategia queda oculto el hecho de que el concepto de amor también es un producto y que las mujeres son la población a la que mayoritariamente le es vendida esta idea mediante una sutil propaganda. El capitalismo visto como modo de organización de la cultura “influye no solo en la manera en que los individuos producen sino también en la manera en cómo se subjetivan, por ello la lógica del sistema económico se convierte en la pauta de comportamiento de todos los ámbitos de la existencia” (Arditi, 2018: 47), uno de los cuales, el amor, no se podría escapar puesto que se promocionará como algo ya estandarizado, sometido al capital y a las condiciones que éste propicie.

            Independientemente de si los videojuegos del género Otome son una forma más de colocar en el mercado productos donde el amor romántico sea la fuerza motriz y el eje temático, su innegable éxito comercial reside en que fomentan e incentivan determinadas tendencias adictivas que, la verdad sea dicha, son reflejo de las expectativas sociales que distinguen a la época presente. Algo que puede ilustrar lo anterior se halla relacionado con la modalidad en que se distribuyen en el mercado estas aventuras digitales, pues aunque aparentemente se denominen gratuitas, en realidad involucran todo un sistema de transacciones adicionales que permiten una jugabilidad irrestricta en cuanto a que logran progresivamente que la narrativa se convierta en el único interés del videojuego, de tal suerte que el objetivo no será otro sino el de adquirir diálogos exclusivos con los personajes favoritos de cada cual, a condición de que se pague dinero real con el que las jugadoras podrán conocer el final de cada historia u obtener distintos beneficios dentro del juego, lo que  equivaldría a la siguiente dosis de un adicto a las drogas.

            De hecho, en términos de Jean Baudrillard (1981: 151) “los juegos electrónicos son una droga blanda”,  ya que las compañías que producen esta clase de entretenimiento confían demasiado en que a pesar de que haya jugadoras que no querrán costear ese tipo de compras dentro del juego, de todos modos habrá muchas otras que sí lo harán, y es precisamente para esta clase de jugadoras a quienes está dirigido este negocio: mientras más ganas tengan estas de seguir en el juego e involucrarse, mayor será su disposición a pagar por él. Por ello sostengo que este tipo de videojuegos puede generar tendencias adictivas que no son más que una especie de práctica onanista sucedánea, apoyada, no lo olvidemos, en la asunción de actitudes inculcadas a través de una cadena invisible de imposiciones simbólicas. Aquí cabría mencionar que en una carta a Fliess del 22 de diciembre de 1897, Freud argüía que el onanismo es la «adicción primordial», de la cual son sustitutos todas las posteriores adicciones, así en el caso de lo lúdico, el «vicio» del onanismo es sustituido por la manía del juego (Freud, 1986: 190). Habría que tener en cuenta lo anterior para entender que este tipo de jugadoras están expuestas a desarrollar una adicción; lo de menos para ellas será gastar dinero en tanto puedan asegurarse de que su experiencia sea lo más plena y duradera posible.

            Lo último nos hace reparar en otro aspecto que el Otome provoca en las jugadoras, dado que les otorga la sensación de tener el control sobre una experiencia regulada por ellas mismas, entiéndase: quienes juegan creen que están eligiendo un curso individual aunque, en realidad, las respuestas ya estén predeterminadas. No insinúo por supuesto que las jugadoras sean tan ingenuas como para ignorar que están frente a un programa de computadora, más bien destaco cómo al tratarse de una dinámica cuya única misión consiste en relacionarse adecuadamente con los otros personajes, se genera la ilusión de que las decisiones tomadas en el juego corresponden fielmente a las que la usuaria tomaría en su vida diaria frente a situaciones semejantes, no obstante que el rango de acción establecida por el propio algoritmo sea tan limitado como los reactivos de un examen. De ahí que se puedan probar un número definido de respuestas a fin de obtener el “final feliz” de la historia, aún si la jugadora sabe perfectamente que hay una sola respuesta correcta para enamorar a un personaje y que, si se equivoca, basta con recomenzar la partida o probar con otra respuesta, todo ello con tal de cumplir con las expectativas de un conglomerado de números binarios convertidos en un pretendiente de caricatura que, a diferencia de una persona de carne y hueso, se puede satisfacer de una vez y para siempre.

            Esta cuestión puede ser atractiva en el sentido de adquirir cierto poder de libertad aunque sea en semejantes espacios virtuales, porque en la cotidianidad estamos sujetas a reglas y situaciones que nos son impuestas extrínsecamente; en otras palabras, la propia relación social es la secuencia predecible de varios gestos individuales que se responden uno al otro, entonces “el propio sentido de una relación social puede ser pactado por declaración recíproca. Esto significa que los que en ella participan hacen una promesa respecto a su conducta futura” (Weber, 1992: 23). Pero aunque las relaciones estén acordadas bajo la suscripción de un pacto de buena voluntad, de todas formas existen fenómenos vitales imprevisibles como el amor, donde ni el Estado ni el raciocinio pueden brindar certezas a pesar de que dicho sentimiento se haya institucionalizado; siempre habrá, pues, una parte que se escapará al control predictivo, un lugar donde no se podrá ejercer ningún control, con lo cual la experiencia del amor fuera del juego implicará riesgos que las jugadoras, quizá cada vez con mayor frecuencia, tratarán de evitar aun si ellas sienten que pueden manejarlos dentro del videojuego o que, al menos, pueden entrenar la eficiencia de sus reacciones sociales en un entorno digital para cuando en la vida real se presente la oportunidad de reproducir las mismas decisiones.

            Aunque la experiencia virtual es ficticia, el simulacro seguirá funcionando con toda su magnitud emocional. El Otome, con su relato, simula el amor o lo que se espera que ocurran en situaciones parecidas. De alguna manera promueve una especie de condicionamiento para la socialización, aunque en realidad todos, sin excepción, ya estemos bastante entrenados por otras instancias y productos culturales en condiciones cotidianas. De cualquier forma, parece una experiencia muy eficaz la que se vive en estos juegos electrónicos, pues aunque estén planeados para lograr un resultado uniforme y sea hasta cierto punto fácil predecir lo que ocurrirá en el relato, aún así, lo que verdaderamente engancha es que la persona jugadora  querrá tener su propia experiencia, querrá saber por sí misma qué pasará. En tal caso, no hay nada extraño en que lo placentero de jugar un Otome provenga de un cálculo bastante simple, por cuanto “hoy la conjunción de un deseo y de un modelo (de una demanda y de su anticipación por respuestas simuladas) es lo que define un principio de placer” (Baudrillard, 1981: 149).

            Hemos aprendido a valorar tanto la certidumbre porque creemos que ahí radica la seguridad de lo que somos, hasta el extremo de que aun en los momentos de superflua recreación queremos arrogárnosla, cuando en realidad la actividad lúdica tendría que ser un momento seguro donde podríamos experimentar el error y la incertidumbre, donde pueden cometerse con descuido algunas acciones que en circunstancias normales realizaríamos con sumo cuidado. Pero el problema consiste en que ya no estamos dispuestos a abandonar en ningún momento aquello que nos brinde alguna certeza. Es probable que el juego aporte una dimensión de falibilidad donde no haya efectos demasiado decisivos como en la cotidianidad y donde podríamos encontrar esa posibilidad de intentar ganar virtualmente en lo que solemos fallar realmente: en la vida fuera del juego muchas veces solo tenemos una sola oportunidad y, a veces, cuando las cosas no salen de acuerdo a nuestros propósitos, nos está vedado el volver a intentar que todo ocurra de una mejor forma posible. Es usual que las jugadoras del Otome sigan guías y consejos de YouTube o blogs especializados con el fin de responder correctamente en las partidas, para así poder obtener un final feliz o incluso para no tener que ser ellas las que inviertan su propio dinero en la búsqueda por culminar el juego.

            Vale la pena destacar que el origen de los videojuegos Otome es japonés, por lo que se debe tener en cuenta que mi análisis no está considerando la propia idiosincrasia del país de donde son nativos estos videojuegos, así como tampoco los motivos de su surgimiento, ni siquiera su operación en el público japonés, únicamente me enfoco en la experiencia occidental e hispanoparlante, pues la manera en cómo se ha lucrado particularmente en nuestro continente con estos productos presenta una forma determinada de peculiaridades que encuentro interesantes.

La compañía Beemov, ejemplifica a la perfección mi punto. Dicha compañía empezó a subir las tarifas dentro de su juego Corazón de melón, con la intención de desplazar a las jugadoras que no podían pagarlo, poco después, decidieron incrementar los precios todavía más, motivo que propició que aquellas usuarias que fueron desplazadas al principio, siguieran la historia a través de canales en YouTube dedicados a completar dicha historia. Lo anterior reafirma lo que ya expuse: que la narrativa del Otome es el elemento primordial al que se supeditan los demás, tanto así que no importa que no sea una misma quien lo juegue mientras quede al alcance la continuidad de la historia. Eventualmente todo acabó en que la empresa modificó sus políticas con respecto a los derechos de autor a fin de evitar que el contenido de su videojuego se compartiera a través de redes sociales, dejando así, sin opciones, a todas las interesadas que no estuviesen dispuestas a pagar. Las acciones de esta compañía dejaron claro que su juego estaba específicamente dirigido a quienes quieran estar sujetas a esta relación proveedor-adicto, pues si solo se tratara de una simple transacción, incluso permitirían que el juego se comprara en la exhibición de un solo pago. No obstante, lo que ha enriquecido a esta compañía es vender el juego por partes, así que venden cada diálogo, cada atuendo, cada episodio, todo por separado, para posponer indefinidamente la culminación emocional y erótica.

            Esto no quiere decir que la única dinámica para distribuir el Otome deba estar basada en las ya mencionadas dosificaciones periódicas. Existen otras compañías, algunas independientes, que están creando juegos de este estilo de manera gratuita o propiciando ciertas condiciones dentro del juego que permitan que los usuarios que no quieran o no puedan pagar, tengan aún así la posibilidad de continuar siendo leales al juego, lo cual, por supuesto, no podríamos calificar de altruista pues estos juegos aunque estén accesibles siguen sujetos a las demandas del mercado y de su público. Hay pocas compañías que distribuyen juegos Otome en español o que los traduzcan a nuestra lengua. La traducción y la forma de comerciar el Otome en nuestro continente ha generado una dinámica especial en lo referente a los hábitos de quienes consumen este tipo de videojuegos, de suerte que la principal causa de su adicción se encuentre relacionada con la distribución y manera en que lucran las compañías encargadas de producir dichos contenidos con el deseo insaciable de los usuarios por obtener una certidumbre que no carezca de sorpresas.

            Algo que caracteriza la experiencia del videojuego es su poder de inmersión. La inmersión, comprendida como la sensación de entrar y “habitar” —hacer parte de— un espacio diferente al “real” (Torres, Rodríguez y González, 2015: 50). El juego, entonces, se va transformando en una dimensión alternativa que se espera con tantas ganas como cualquier otra actividad de nuestro agrado. Aun cuando no lo parezca, el Otome también permite una inmersión intensa, aunque no sea comparable a la de un videojuego con gráficos sofisticados en 3D, con una vista en primera persona, ni como la de los programas de realidad virtual. Su capacidad de inmersión tiene una fuerte carga emotiva y afectiva, pues a pesar de que los escenarios y personajes sean en 2D, con una estética a la usanza del anime, tiene elementos que logran involucrar a la jugadora a partir de las emociones que la conectan con el relato. Resulta obvio que las jugadoras al invertir tiempo y dinero quieran continuar en el juego para conocer cuál es su conclusión, pero lo cierto es que también se van creando auténticos vínculos emocionales, dado que se invierte esfuerzo y tiempo personal en jugarlo; incluso hasta se genera cierto compromiso con el juego en la medida que se van produciendo comunidades de seguidoras a quienes les gusta el mismo personaje, que esperan con ansias jugar y leer el siguiente capítulo, a tal punto que jugar define los gustos e intereses personales de sus adeptos.

            Hay estudios recientes que sugieren que las fronteras entre los mundos virtuales y la realidad son mucho más porosas de lo que los expertos habían llegado a imaginar, haciendo que surja con ello una confusión o sustitución de la realidad por la ficción virtual (González, 2010: 127); lo cual no quiere decir, insisto, que las jugadoras confundan el mundo del videojuego con la realidad, sino que más bien  tiene que ver con la manera en cómo se relacionan con el juego y el valor que le otorgan en sus vidas diarias, porque pueden llegar a ponderar la práctica del videojuego inclusive como algo más satisfactorio que otros aspectos de su vida o como sustituto de actividades e interacciones regulares. Quizá uno de los mayores alicientes de dicha inmersión sea la consideración por parte de la jugadora de que existen auténticas similitudes entre la conducta de los personajes y la conducta de las personas reales con las que interactúa.

            La permeabilidad entre la experiencia corporal y la mental se hace patente en la somatización de las emociones vividas durante este tipo de actividades (Portillo, 2017: 5). Aunque no lo parezca, los videojuegos Otome están diseñados para provocar muchísimas emociones intensas, pues al final hay algo de literario detrás de su diseño —no por nada se le denomina muchas veces “novela visual”— y es que ciertamente cualquier producto de la cultura posee una innegable capacidad para conmocionar a su público. Dentro del discurso del Otome, los elementos lingüísticos —que definen el perfil de los personajes, el lugar en el que se sitúan las acciones así como la ilusión del transcurso temporal— se trasladan al escenario, reconfiguran las coordenadas espacio-temporales y la localización del “yo” a través del personaje que se manipula. Este proceso supone un ejercicio mental de “transcorporeización” (cambio de cuerpo), en el que se abandonan las referencias físicas y se adoptan las del avatar dentro de su lógica virtual, por lo que las jugadoras querrán, sin importar qué, tener su propia experiencia dentro del videojuego como una especie de simulacro de lo que les acontecería a ellas en circunstancias sociales similares. Hay que aclarar que más allá de ser una simulación social, el Otome se convierte en un lugar de estandarización donde las relaciones se ponen a prueba en entornos controlados, de modo que, sin ser consciente del todo, la jugadora estará siendo condicionada para reaccionar de acuerdo a las expectativas y pautas propias de una sociedad que diseña precisamente una respuesta presumiblemente correcta a una pregunta concreta.

 

 

Bibliografía:

Arditi, Guido (2018), “Amor y Capitalismo”, Revista de originales de filosofía Ariel, núm.22, noviembre, pp. 42-50.

Baudrillard, Jean (1981), De la seducción, Cátedra, Madrid.

Baudrillard, Jean (1996), El crimen perfecto, Anagrama, Barcelona.

Fandos Igado,Manuel; Pérez Rodríguez, María Amor y Aguaded Gómez José Ignacio (2013), “La realidad  de los videojuegos ¿una nueva dimensión social?”, Plus, núm. 36, pp. 191-203.

Freud, Sigmund (1986), “El porvenir de una ilusión, El malestar de la Cultura y otras obras (1927- 1931)” en Obras completas, tomo XXI, Amorrortu, Buenos Aires.

González Herrero, Alfonso (2010), “La convergencia de los videojuegos online y los mundos virtuales: situación actual y efectos sobre los usuarios”, Zer, vol. 15, núm. 28, pp. 117-132.

Mainer Blanco, Belem (2007), “Ciberjuego: usuarios adultos consumidores habituales de los videojuegos”, Espéculo: Revista de Estudios Literarios, núm. 35, pp. 1-16.

Mensur, Michael (1998), “Volverse heterarca: sobre la teoría tecnocultural, la ciencia menor, y la producción de espacio”, en Aronowitz, S. y otros (coords.), Tecnociencia y ciber-cultura. La interrelación entre cultura, tecnología y ciencia, Paidós, Barcelona.

Torres, Carlos; Rodríguez, Jaime y González, Luis (2015), “Videojuegos como simulaciones inmersivas. El caso Atrapados, Narrativa transmedia e investigación de la inteligencia colectiva”,  Revista Papeles, vol. 6(12), núm.7(13), pp. 47-62.

Weber, Max (1922), Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México.

Wittgenstein, Ludwig (1988), Investigaciones filosóficas, UNAM Editorial crítica-Grupo editorial Grijalbo,  Barcelona.

 

[1]     Que en japonés significa, literalmente, “doncella”; término que en sí mismo encierra el carácter núbil de la protagonista y el juego del cortejo que será emprendido con fines indudablemente nupciales.

Cádiz Mantilla

Licenciada en Política y Gestión Social por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana, con experiencia en investigaciones que relacionan la Ciencia Política con el Arte y el Psicoanálisis, actualmente estudia en el programa de Maestría en Psicología Social de grupos e instituciones de la UAM-X. Colorabo en el proyecto Tallercitas feministas.