Los memes son tan cambiantes como la realidad misma. El meme nos señala y confronta formas de pensar y sentir, el meme llora y ríe con nosotros. Samuel Cortés nos sugiere que en el aparente estatismo de la cuarentena intercambiamos memes en un intento por comprender el presente o, al menos, acompañarnos.
No solamente hay que enfrentarse a la mayor crisis económica de las últimas décadas, consecuencia de la pandemia de coronavirus, sino que hay que descender a ello riendo. Las voces selváticas del meme serán la guía para así hacerlo.
El meme explica al meme, afortunada, pertinentemente. Nos notifica su lugar en el panorama de la producción artística: el cine lo hacen los ricos para entretener a los pobres; el teatro lo hacen los pobres para entretener a los ricos. Y al meme, claro, lo hacen los pobres para entretener a los pobres: de Britney Spears mal cortada a bordo de una patineta mal cortada, pero con motor, sobre los pixeles de la imaginación y sus turbulencias, explicándonos que el virus es el capitalismo, a la indispensable transgresión permanente que pare al Kemonito tras el amancebamiento de Winnie Pooh y Chente Azul.
Así que, por la necesidad de descubrirnos en tiempos de cuarentena, nos enfrentamos y acurrucamos en cualquier cantidad de chistes, liberaciones instantáneas para sufrir poco. Por la necesidad de descubrirnos: no sé si vi en un meme que, cuando leemos, revisamos la historia, es una aspiración frecuente del ánimo ensoñado estar presentes en el momento en que la vertiginosa musculatura de los hechos transforma para siempre el mundo. Si Rockdrigo te prestara su máquina del tiempo, ¿qué época visitarías?, nos preguntábamos: la emancipación de las Américas del yugo español, por supuesto; la electrificación de París; la toma de Berlín por el Ejército Rojo; la aplicación de la pena de muerte contra Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria, en Querétaro, por supuesto. Cuestión de elegir, la máquina de Rockdrigo proveerá.
Hoy, que acudimos a un colapso mundial de la economía y a un desafío sanitario de más de tres millones de personas contagiadas y poco menos de 250 mil muertos, nuestra participación en la historia parece menos glamourosa, menos atrayente, menos arrastrada de gesta y digna de crónica y más saturada de las reiteraciones del tedio y sus agujeros. Quizás esta noche me conduzca a la banca del jardín de mi infancia a dejarme perturbar por su jauría de mosquitos: los mismos cada 200, 400, siete millones de años. Los mismos cada 47 meses en que vuelvo a concurrir a donde me rompí la boca cuando la abuela Georgina vivía y me llevó a patinar al parque de Cebadales.
Nuestra participación en la historia es una acotación: la que autorice la pantalla del celular, donde a la vez cabe el mundo, incómodamente.
Nuestra heroica participación en la historia requiere ahora la inmovilidad, romper el potencial encadenado del contagio, encerrarse, cuidar en distancia. Ser, como nunca, los animales de la angustia que solemos ser en la vida cotidiana donde el mundo aterra y salir de la cama es complicadísimo, pero quedarse fastidia, donde la calle es amenaza y las emociones se saturan en ira contra el tuit más presumido, más embellecido, más lejano a nuestra ineficiencia asaltante, siempre confirmada por contraste, por lo que vemos en otros y de lo que sentimos, por flashazo, que carecemos.
En esa participación congelada obligatoria, el arte del pueblo para el pueblo podrá perdonarnos mientras se burla de nosotros, en la delicia abrupta de quien encuentra una antena de la red 5G en un huevo de chocolate. Este arte de la época nos buscará la motivación resignada en el gato fastidiado de su dueña o nos hallará el Templo de Kamisama visible flotando en los aires debido a la reducción de los niveles de contaminación que ha propiciado la cuarentena: menos vehículos circulantes en las calles, más palimpsestos de la delicia fantasiosa de décadas sumándose ante los ojos.
Uno de los paradigmas exquisitos de la proliferación del meme es la pluralidad, qué duda. Caben la mofa y el repudio, la agresión y la ridiculez, la ternura y el consejo, la apelación a la colectividad y la molestia obscena, la inteligencia informante y la transgresión, la provocación pornográfica y la confesión de inocencia, la intimidad y el vómito, la velocidad y el tocino. Con un bellísimo secreto: porque detrás de cada una de sus maniobras únicamente hay personas. Las facilidades e inmediatez de su producción permiten que los pensamientos diversos, usualmente editados, acotados, autorizados en los canales tradicionales de la expresión y el consumo, se desborden, se confiesen, se arrebaten, se encimen, se recorten. Hemos sido maravillosa, incomodísimamente varios durante mucho tiempo, y ahora hay la oportunidad de documentarlo con cotidianidad.
Por eso, entre memes nadie posee nada: sólo hay que darse, regalarse, todos hablan y se pierden en el caldo de las saturaciones y de los nados simultáneos hasta formar un cableado insufrible y bueno, suficientemente sólido, para echarse a tomar el sueño. Todos se tocan potencialmente los unos a los otros por una ruta u otra, en un fervor rizomático. Todos se alcanzan como si se tratara de la ferocidad de un contagio que ponga al mundo contra sus mejores capacidades de resistencia y tal vez incluyan el cultivo de jitomates.
Nuestras neurosis exploran su posibilidad, ahora obligada a escurrirse entre las tuberías de la casa, como el oso del discurso. Los nuevos platónicos aseguran que hay que salir de la caverna de las falsas sombras proyectadas en una pared por la filosofía académica para ahora poseerse reflexivos y sensibles, desde el modo gráfico y sus accidentes, en la auténtica filosofía: la del meme.
Tal vez Carlos Salinas de Gortari asesine a Colosio toda vez que el ex presidente es el año 2020 y el aspirante presidencial del PRI la delicada membrana de mis planes, los mecanismos que calculé en enero para realizarme.
Tal vez el cloro gasificado en lata sea mi siguiente compra de riesgo (salir al mercado a abastecerse es un riesgo) luego de oír a Donald Trump propagar ideas sobre la medicación frente a la enfermedad.
La dignidad de una toga papal me envuelva, la caricia de una mano esculpida sobre el rollo de papel de baño acaricie mi pierna, un policía en la India me censure desde su casco intervenido para simular un rojizo y tentacular coronavirus, un cuadro revisitado de los Simpsons me explique que la desclasificación del Pentágono de videos con OVNIS podría ser una maniobra mediática para rehuir la evidencia de que los Estados Unidos son el país más golpeado del mundo por el SARS-Cov-2, Pink Floyd me presuma desde Pompeya que practica los conciertos a sana distancia desde varios años antes de que los Rolling Stones lo alcanzaran desde sus casas gracias al internet, fomentando las medidas sanitarias pertinentes, un grafiti me recuerde que el COVID-19 comparte dos dígitos con 1984, la novela distópica de George Orwell, las imágenes me adormezcan y me detonen las reflexiones y las incomodidades, las espinas de pescado en la garganta: avasallado, obligado a vivir como nunca conmigo, en mí, tal vez pueda reírme.
La normalidad por la que luchamos para recuperarla era envidiable, también me lo recuerda un meme: “Éramos felices y no lo sabíamos”, dice la imagen de un hombre tratando de entrar a un vagón saturado del metro de la Ciudad de México empujándose de manera horizontal por la ventana. Codiciamos el mundo que perdimos, pese a su asquerosidad que también era consecuencia de nuestra participación en la historia.
Ahora la clasificación nos habla de actividades esenciales: todo lo que no contribuye a preservar la vida sólo ha estado engañándonos en la gran teatralidad de los negocios, lo que se simula para que aparezca en la nómina, la coreografía que celebramos para que la cadena de la repartición económica nos vea y nos justifique. En caso del más terrorífico, perentorio desastre, al antropólogo que documenta el proceso habrá que hervirlo y devorarlo. Eso lo dijo un cómic, un protomeme, hace ya mucho tiempo. Hoy podemos nítidamente recordarlo.
Mientras tanto, tendremos que vivir en la resonancia de nuestras tripas, en la comunidad de nuestro silencio mental, crispado de dolores aún no dichos, no concientizados, en la desesperación, donde la pintura anónima volverá a congregarnos.
Sin embargo, hace ya tiempo que hemos sido mucho más que el cuerpo, y a la vez el cuerpo que se muere debajo del virus, pero en ese excedente de identidad nos acariciamos a pesar de las imposibilidades materiales: vamos a tener que conversar con Juan Gabriel, que, debido a la reducción en los niveles de contaminación, ahora puede mirarnos tranquilamente desde el cielo.
Samuel Cortés Hamdan
(Guadalajara, 1988). Licenciado en letras por la UNAM, ha trabajado como editor y reportero en distintos medios. Escribe sobre cine, lo que pasa en la calle, los reveses de la emoción y su apego a los accidentes del terreno, así como de libros que querrían su reedición. Guarda dos inéditos en el cajón.