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Del trauma y la literatura en redes sociales

Por Mariana Orantes /

29 sep 2020

 

En este ensayo, Mariana Orantes parte de la premisa de los efectos que tiene el trauma colectivo en comunidades fuera del mainstream y expone cómo la mediación de las redes sociales y las nuevas formas del lenguaje que estas conllevan han abierto el horizonte de expresión de estos grupos, conectándonos en el trauma pero también en su posible sanación.

A partir de que se descubrió que las personas sometidas a acontecimientos amenazadores desarrollan formas de estrés, comenzó la era del trauma. Por ejemplo, personas que desarrollaban síntomas y comportamientos “anormales” después de vivir situaciones que ponían su vida en peligro. Después, se notó que los grupos también pueden desarrollar un trauma colectivo, ya sea por la violencia sistemática, la guerra, la opresión contra grupos minoritarios, epidemias, etcétera. En este momento me pregunto ¿cómo incide la tecnología sobre nuestra idea de trauma y cómo hacemos arte a partir de eso?

En el libro Un archivo de sentimientos, Anne Cvetkovich intenta definir el trauma desde diferentes posturas para dar una visión integral y diferente de lo que entendemos de él. [1] Primero,para separarse de las ideas clínicas que buscan mantener una medicación individual para el estrés postraumático, cuando sería preferible un cambio en las estructuras sociales. Es decir, si existe un trauma colectivo que daña al individuo, debería existir una transformación profunda de las estructuras sociales antes de una medicación individual, que si bien puede funcionar en muchos casos, en otros se mantiene la raíz del problema que se encuentra ya sea en la desigualdad social o en la opresión de las minorías, por ejemplo. La imagen del artista atormentado por su mente ha sido romantizada hasta el hartazgo; Hanna Gadsby en Nanette[2] deja claro que la romantización de una enfermedad no tiene relación con el arte cuando dice (palabras más, palabras menos) que Van Gogh no fue un gran pintor solo por sufrir depresiones graves; Van Gogh es un artista reconocido porque trabajó en sus cuadros y tenía un hermano que lo amaba[3]

Además, según Cvetkovich, es necesario articular relaciones más complejas entre sexo y trauma para desbaratar discursos reaccionarios sobre la sexualidad. Es decir, navegar entre propuestas de cómo los sentimientos traumáticos pueden ser canalizados hacia otras experiencias; la creación de afectos a través de experiencias compartidas de tocar, penetrar, a la otra persona y resignificar lo sexual íntimo hacia lo público o la no-pasividad de lo femenino.

El trauma, además de que se inscribe en la base de las opresiones (por ejemplo el sistema capitalista o la colonización), es una onda que se expande y que crea resonancias. En principio no es necesariamente algo insidioso, pero sí es algo constante, cotidiano, que vibra en nuestra intimidad y, por lo tanto, repercute en los espacios públicos y virtuales. Y por supuesto, tiene repercusiones en el arte y en la literatura, espacio en el que me muevo para analizar cómo abordamos la lectura y la escritura a partir del trauma con las nuevas tecnologías como música de fondo.

Las nuevas tecnologías tienen la intención de ser herramientas para conectarnos más, para mantener una sensación de íntima comunicación con los demás. Sin embargo, en lugar de conectar en espacios seguros, la convivencia virtual se ha vuelto parte del trauma: hemos acortado la distancia con nuestros afectos, pero también se ha hecho más fácil explotar, exponer, castigar, amenazar y violentar a otrxs. Por ejemplo, personas que fueron sistemáticamente atacadas; agresores que, coordinando otras cuentas con nombres falsos, se dieron a la tarea de perseguir a su víctima por los rincones del ciberespacio o, a nivel social, la divulgación de asesinatos explícitos en las redes sociales.

Si el trauma es inseparable de lo que somos, de lo que nos conforma, las narrativas que creamos desde el trauma ayudan a evitar los reduccionismos: las historias están llenas de recovecos oscuros y luminosos, de giros, vueltas al pasado y miras al futuro, de lo que queremos ser y de lo que hemos sido. Al contar nuestras narrativas reescribimos historias culturales e incorporamos nuestras versiones particulares que alimentan la memoria colectiva.

A través de las redes sociales y plataformas de escritura y lectura, no sólo accedemos a contar nuestras historias, sino a participar de narrativas en común, sea para bien o para mal. Ya no existe un archivo separado en legajos que mantenían una Historia Oficial y que marginaba las visiones periféricas de las minorías. Ahora existe un nuevo tipo de archivo, una forma de compartir y conectar de manera diferente. Por supuesto, esto tiene sus ventajas, pero también trae consigo una serie de desventajas o, mejor dicho, de problemas que deben ser analizados desde varias perspectivas.

Lo más importante es recordar que existe una relación entre la historia que contamos, cómo la leemos y el trauma que compartimos. Por otro lado, desde una perspectiva más amplia, está la relación de la historia social entre las personas y aquellos archivos que hemos compartido desde la opresión. Es decir, si bien en un mundo hipervinculado parecen obsoletos los legajos enormes y burocráticos de la Historia Oficial, eso no quiere decir que a todas las historias se les preste la misma atención. En nuestro mundo hiperconectado también existe una selección de las historias que se cuentan, una selección de las voces importantes y una marginación de voces que parecen tener un segundo, tercer o último lugar en orden de importancia.

La relación historia-trauma hace que las minorías dentro de los sistemas opresivos busquen otras formas de representación para no quedar relegadas de la historia oficial del trauma: por ejemplo, comunidades indígenas que no pueden escribir sus historias porque el sistema les ha negado la alfabetización en su propia lengua crean otras maneras colectivas de recordar la opresión que han vivido: el bordado, la música, el baile. La recuperación de la memoria es un proceso colectivo.

Sin embargo, las redes sociales y nuevas plataformas también han servido para rescatar esas formas de representación que son relegadas precisamente por no estar dentro del mundo hiperconectado, lo cual resulta paradójico.

Recuerdo que en agosto del 2019 viajé a Arcelia, Guerrero, como asistente de un encuentro de literatura en Tierra Caliente. Me sorprendió que dentro de la comunidad existían saberes que se transmitían de maestros artesanos a discípulos, sin que mediara un manual escrito ni ningún otro tipo de documento. Hablo del caso de las “tamboritas” que se fabrican allí: el maestro artesano no dejó constancia de cómo se hacían, solo sus discípulos sabían hacerlas, aunque con cada movimiento temporal en las formas sociales, se perdían detalles entre generaciones. Se apuesta también a que de alguna manera ahí está la historia del lugar, la historia de las personas que lo habitan, la historia de los que se saben comunicar mediante el ritmo y el baile con la tamborita. ¿De qué manera puede ser integrado este saber con la aparente hiperconectividad de un mundo que a la vez lo niega?

No sólo eso, las redes sociales también han formado parte de las denuncias y de la censura. Es bien sabida la conmoción que causó el movimiento #MeToo; sin embargo, pocos conocen que en China el movimiento fue censurado y se prohibió el uso del hashtag. Como respuesta, las mujeres convirtieron el sonido de las palabras según su pronunciación en inglés (mi-tu) en una nueva forma de ideogramas, es decir, usaron emoticones. El sonido de la palabra en inglés ‘Me’ es el mismo sonido que se utiliza en China para la palabra ‘Arroz’, y el sonido que se utiliza en inglés para la palabra ‘Too’ es el mismo que se usa en China para la palabra ‘Conejo’. De tal manera que utilizaban dos emoticones para señalar agresores y evadir la censura: un tazón de arroz y un conejo (#RiceBunny en inglés, #ArrozConejo en español), que equivalía a decir ‘Me Too’. Este fue un claro ejemplo de cómo se puede transformar la forma de escribir para proyectar el pensamiento en las nuevas tecnologías. Implica que exista un código y una decodificación por parte del lector, pero se vuelve un conocimiento compartido a través del trauma, es decir, se crea un lenguaje propio para que una minoría pueda denunciar no sólo las agresiones en el ámbito sexual, sino para formar una alternativa a la censura y la Historia Oficial de un régimen. Dos emoticones pueden significar un avance en materia de los derechos de las mujeres, al mismo tiempo que se forma un documento que marca la historia. Un documento de emoticones.

En ese sentido, cualquier elemento que utilizamos para leer y escribir en las nuevas plataformas sociales se vuelve un elemento para contar historias. Los humanos somos ante todo contadores de historias y las vamos entrelazando no sólo con líneas, palabras, hojas y libros; contamos historias con retazos de imágenes, con símbolos ambiguos que pueden leerse y entenderse ante un contexto de trauma. Contamos historias con la música, con versos sueltos, con bombardeos de etiquetas, e incluso podemos crear nuevas narrativas a partir de un elemento que se repite: las mentiras tienen el potencial de volverse verdades, mientras circulen un cierto número de veces, lo mismo por una cantidad de tiempo determinado, hasta que todos quedemos convencidos.

La historia de los medios para expresar el pensamiento es la historia de lo que podemos contar, es la historia de los sueños que queremos proyectar y del pasado que queremos resguardar. De alguna manera, la escritura y la lectura, afectadas por los medios y redes sociales, están a la vez en un punto que nos exige crear nuevos conceptos, escribir para lectores que tienen una profunda necesidad de conectar con los demás y desde la necesidad misma de conectar a través de algo nuevo. La tecnología expande las reglas del juego y todos queremos jugar.

El trauma —como pequeño mecanismo complejo que no pedimos, pero que tenemos en las manos— nos ayuda a repensar y cuestionar las prácticas que damos por sentado, divididas en lo bueno y lo malo, cuando en realidad la complejidad humana tiene impulsos contradictorios, ¿cómo podríamos sentir esa necesidad vital de romper las barreras si no tenemos referentes del dolor? ¿Cómo podríamos no amarnos si, a pesar de las diferencias culturales que en apariencia nos separan, nuestras anécdotas del trauma nos cuentan historias en común que nos acercan en el tiempo y el espacio?

El principio de que todo está conectado y que las brechas insalvables solo son una ilusión que nos gusta construir para aislarnos, es el principio del que derivan las formas radicales del pensamiento: si todo está conectado, resulta como la vasija de agua del rey Esharhaddon[4], en el fondo de la vasija resuena el agua, “la vida es una en el todo y dentro de ti se manifiesta una porción de la vida”. Somos el trauma, somos nuestra historia, lo que nos rodea y lo que decidimos contar.

 

[1] Anne Cvetkovich, Un archivo de sentimientos. Trauma, sexualidad y culturas públicas lesbianas, Edicions Bellaterra, Serie General Universitaria, Barcelona, 2018.

[2] Hannah Gadsby. Nanette (stand up show), Netflix, 19 de junio del 2018. 

[3] Y de hecho, Van Gogh estaba medicado. El punto de Hannah Gadsby es cómo las redes afectivas son una forma de salvar el arte y de salvar vidas. Las redes afectivas que nos apoyan a los artistas y escritores son una forma de resistencia y de análisis del trauma.

[4] León Tolstoi. Esharhaddon, rey de Asiria, Secretaría de Cultura y Ediciones Magenta, México, 2016.

Mariana Orantes

Escritora. Es autora de los libros de ensayo literario "Huérfanos" (BUAP, 2015), "La pulga de Satán" (FETA, 2017), "Los caballeros se quedan a descansar" (ISIC, 2018), "Visita guiada al mundo de los muertos" (Malabar, 2020). Fue reconocida con la beca Montserrat Roig del ayuntamiento de Barcelona Ciutat de la literatura-UNESCO 2020 por su libro de ensayos "Autos, moda y discos punk".