La capacidad humana de memorizar y almacenar datos encontró un horizonte en apariencia infinito con la existencia de internet. Al pensar internet desde sus límites podemos advertir que ciertos números, más que certezas, nos ofrecen aproximaciones y que estar siempre conectados conlleva una huella ecológica.
A lo largo de diez años, Chao Lu ostentó la plusmarca de haber recitado 67 mil 890 decimales del valor de pi, hasta que fue superada en 2015 por Rajveer Meena, que alcanzó 70 mil dígitos. El récord actual, con 70 mil 30 cifras, pertenece a Suresh Kumar Sharma, quien requirió 17 horas y 14 minutos para lograr semejante proeza. En 2019, la programadora Emma Haruka Iwao consiguió calcular 31,415,926,535,897 (treinta y un billones cuatrocientos quince mil novecientos veintiséis millones quinientos treinta y cinco mil ochocientos noventa y siete) dígitos consecutivos de pi. Lo logró utilizando el poder de cómputo de Google –empresa donde labora– por cuatro meses.
Internet es descrito, a menudo, como un espacio de posibilidades infinitas, que se extiende y se desdobla más allá de nuestro limitado horizonte. La era digital nos trajo promesas de riquezas inconmensurables, como la capacidad de almacenar cada pensamiento humano para la posteridad, por más insulso y anodino que sea; o la veta inexplorada del big data, que asegura desentrañar patrones en el amasijo de gigantescos volúmenes de datos otrora incoherentes. Remixeo al subcomandante, es la promesa del universo donde quepan todos los universos.
Paradójico es que, mientras imaginamos la red como este lugar inacabable, nos obsesione tanto cuantificarla, acaso para pretender que aún podemos controlarlo. Las cifras pantagruélicas se han vuelto el pan de cada día. Nos rodea un frenesí de datos sin sentido ni contexto; números que adornan discursos y decoran infografías, pero que producen, a lo sumo, un velado y confuso asombro. El número es un fetiche que nos reconforta con su ininteligible certeza: sabemos cuánto pero no tenemos ni manos ni pies ni cabezas suficientes para dimensionarlo.
Según el sitio Internet Live Stats, en lo que llevamos de 2020 se han mandado 30.4 billones de correos electrónicos, se han hecho 829.7 mil millones de búsquedas en Google y se han visto 843.8 mil millones de vídeos en YouTube. Estadísticas que, en el mejor de los casos, solo nos reafirman que usamos internet un chingo. Imaginar un millón –ya no digamos un billón– de algo, cualquier cosa, es un sinsentido. Incluso la fortuna de la persona más acaudalada del planeta (Jeff Bezos, 113 mil millones de dólares en 2019), es difícil de concebir como algo más que la alberca de monedas de Rico McPato o un chorizo –como amigablemente llamaba mi profesor de Cálculo de la secundaria a la atiborrada sucesión de ceros– en alguna hoja de cálculo de un paraíso fiscal.
Nuestras primitivas mentes necesitan de parámetros. Si en México se tiran, por ejemplo, 53.1 millones de toneladas de basura por año, habrá que ponerlo en una escala más asequible, digamos, equis número de veces el estadio Azteca. Porque aún en su grandor, es imaginable un coliseo con butacas atiborradas de bolsas negras; es posible comprender, de una u otra forma, que los desperdicios son un problema del tamaño de cientos o miles de América-Chivas
Quizá entonces podría perturbarnos, de paso, que internet es responsable de emitir 459 millones de toneladas de dióxido de carbono en lo que llevamos de 2020.
Por otro lado, internet se sostiene en esta promesa de lo infinito; un pacto de confianza, similar al que mantiene el valor del dinero pese a que no existan suficientes reservas en el mundo para respaldarlo. El dinero circula como un montón de cifras que se mueven de una cuenta a otra, rara vez convirtiéndose en efectivo. La mayor parte del tiempo es etéreo: es la certeza de que estará disponible cuando lo necesitemos la que mantiene la ilusión corriendo. De ahí que en las crisis económicas severas, lo primero que se intente frenar es que la gente retire sus fondos. Sencillo: no hay suficientes billetes ni monedas y el acuerdo se desmorona.
Los servicios web funcionan de manera similar. La capacidad de sus servidores, aunque robusta, también es finita. Servicios de almacenamiento, streaming, videollamadas pueden ofrecer disponibilidad porque saben que para caer en la saturación se requiere de una demanda inusual. Pero cuando el equilibrio se rompe (y vaya que lo ha hecho en este año), la red recobra momentáneamente su condición mundana: servidores saturados, páginas que no cargan, conexiones lentas. Salimos del ensimismamiento virtual para recordar la triste llana verdad: que internet se termina donde no llega.
Son estos límites de Internet los que merecen ser contados. Cuántos nos faltan por conectar, cuántos lenguajes hay en la red, cuántas obras libres para consultar. Mirar fuera del espejismo, más allá del espejismo. Bajo estos parámetros podremos reconocer que internet, el universo de universos, tiene orillas. Aceptar que el potencial infinito –así sea la ociosa hazaña de contar billones de dígitos de un número irreal– será una realidad hasta que el último de nosotros y nosotras tenga acceso. Que internet puede sostenerse bajo una promesa diferente: no la de no acabar nunca, sino la de incluir a todo(s).
Pepe Flores
Pepe Flores (@padaguan) es profesor universitario, activista y promotor de la cultura libre. Director de Comunicación en R3D: Red en Defensa de los Derechos Digitales; vicepresidente en Wikimedia México e integrante de Creative Commons México. Es maestro en Comunicación y Medios Digitales por la Universidad de las Américas Puebla. Escribe e investiga sobre privacidad, vigilancia, libertad de expresión, copyleft y tecnologías cívicas. Nerd.