La piel tensa, viva y vibrante ha sido mayormente pensada como una barrera tibia para ser vencida a través del deseo. Recientemente, la piel ha comenzado a atraer la atención de científicos, quienes se ocupan de entender otras vías sensibles de las experiencias sonoras; de tecnólogos, que buscan otros canales de comunicación y de movimientos de activistas con discapacidades auditivas que proponen reivindicar su experiencia musical a través de ella.
La piel y la música son una dupla especialmente poco explorada. Las explicaciones al respecto pueden ser varias. Una de ellas es que la piel se relaciona con lo sensual, con el cuerpo excitado, alterado y con la sensación de placer. Todos estos términos han sido motor de múltiples desasosiegos, podemos mencionar a Platón expulsando de la república de la razón a los sensibles, o a la poca promoción del personaje bíblico Lilith que escapó del paraíso en pos de experiencias corporales y sensibles. Sin ir más lejos, reconocemos que las palabras patología (enfermedad) y pasión (emociones del alma) tienen la misma raíz etimológica: pathos. Emergen un sin fin de ejemplos de lo pecaminoso que resulta todo lo relacionado al cuerpo de piel, como le decía Pablo Neruda, pero la cuestión que nos interesa aquí es que apenas comienza a ser parte de los discursos legítimos. En este renacer podemos mencionar todos los gadgets que estimulan el sensor táctil: desde controles de Wii, pasando por apps sexuales que involucran vibraciones en el móvil, hasta propuestas artísticas como las de Kaffe Matthews (2005) o Satoshi Morita (2008). Ambos artistas se preocuparon por crear plataformas que promueven la percepción somática de la música, a través de bocinas y traductores de vibraciones que tocan la piel y causan experiencias musicales de placer.
La razón para abordar la teoría y la experimentación táctil-sonora tiene que ver, primero, con la posibilidad de tener una piel sensible a la música: si la vibración sonora provoca al cuerpo, ¿de qué se trata la experiencia de estar en el mundo escuchando [vibrando] con todo el cuerpo? Segundo, explorar si esta provocación de escuchar con la piel podría ayudarnos a entender por qué la música nos conecta colectivamente y nos da bienestar.
¿Solo escuchamos la música?
En presencia de la piel vibrante, las representaciones exclusivamente auditivas con las que solemos aproximarnos a la experiencia musical se confiesan mezquinas. Si el oído se configura en el espacio de octavas y tonotopías precisas, la piel vibrante se mueve en el rango de los taxones ambiguos o poco descritos. De ello depende que la vibración sobre el cuerpo manifieste una crucial emergencia de la subjetividad. Si consideramos que la capacidad de las vibraciones sonoras para colisionar sobre otros cuerpos son vastas, se dibuja la posibilidad de una inmersión corporal en el aire musical. En tanto el oído humano capta niveles de intensidad acústica y lineal de 0 dB a 25 dB, el tacto clama por su participación extensiva y rítmica con espectros mucho más amplios y de cualidad distinta.
Los normoauditivos nos recuerdan que la piel no se suele pensar como parte de la experiencia musical, de hecho este empalme ha sido un sitio refractario y poco explorado. Daría la impresión de que en este juego de empoderamiento entre la razón y la emoción, entre la mente y el cuerpo, entre el individuo y la comunidad, entre el oído y la piel, la música se plantea como un lenguaje compuesto y traducido únicamente para los oídos. En buena medida, es por ello que la experiencia sensible que provoca la música se piense desde la perspectiva hegemónica y objetivista en la cual se considera que la música se percibe solo a partir del pabellón auricular. El resto del cuerpo se diluye, la subjetividad no se menciona y todavía peor, nadie considera preguntar a los otros, aquellos sin audición, si tienen o no experiencias musicales. Pareciera que las condiciones de legitimación que imperan parten del hecho de que, por un lado, la ciencia es la forma más confiable que conocemos hasta ahora para poner a prueba las creencias. Por otro lado —y esta parte es la menos justificada—, se deja ver al cientificismo como una ideología donde el conocimiento objetivo es todopoderoso y su autoridad indiscutible. Lo anterior permea nuestra manera de interpelar la subjetividad, de modo que la experiencia corporal de sentir la música a través de nuestras superficies y cavidades queda fuera de los imperativos del sentir.
No obstante, siempre hay grupos revolucionarios que intentan desmontar las condiciones afincadas. Acaso este tipo de resistencia pueda entenderse mejor en aquellos rebeldes que poco a poco van abriendo brecha con su incipiente poder epistémico, ganando legitimidad en la ley de la ciencia, en el salvaje mundo de los journals, el ego y el outsourcing académico. Cuando se trata de dar lugar a la alternancia, los cuerpos se mueven con toda su sensualidad y gritan para hacer vibrar todo a su alrededor. Para hacerse de un espacio y un tiempo, se reivindican y roban la voz de Félix Guattari: “Ya no podemos soportar que se nos robe nuestra boca, nuestro ano, nuestro sexo, nuestros nervios, nuestros intestinos, nuestras arterias… Ya no podemos permitir que se hagan de nuestras mucosas, de nuestra piel, de todas nuestras superficies sensibles, de las zonas ocupadas, controladas, reglamentadas, prohibidas”. Los cuerpos se sorprenden de ser reducidos a cinco sentidos inconexos y de que la interpelación de su experiencia subjetiva quede mermada a un sentido a la vez. La piel se asombra de no ser considerada en la experiencia de la escucha y seguir siendo parte del correlato impostado de las prácticas dominantes.
La piel, una superficie inmersa en el paisaje sonoro
La representación de la música en la sociedad contemporánea se ha definido como un producto cultural de la organización sensible de vibraciones sonoras, de una cualidad particular. Esta idea conlleva trazas de ideales lingüísticos que incluyen una música para ser leída y procesada auditivamente. Lo anterior es solo una de las numerosas posibilidades que el escucha tiene para percibirla. Al tratarse de vibraciones que viajan por el aire, el sonido musical no solo se percibe al colisionar con la membrana timpánica, sino al hacerlo con todo el cuerpo, a través de la piel. El cuerpo está inmerso en la vibración musical: las ondas vibratorias se respiran, se digieren, se sienten con cada membrana y se absorben a través de cada mucosa. Con la música, los sujetos entran en un arrastre rítmico activando todos sus ritmos corporales. La frecuencia cardiaca, la frecuencia respiratoria, las frecuencias hormonales y las frecuencias emocionales se coordinan con las frecuencias vibratorias del ritmo, tono o timbre musical.
En parte, nuestra comprensión inicial de la habilidad de la piel para responder a las vibraciones sonoras proviene de investigaciones realizadas a principios del siglo pasado en escuelas de sordos. Se utilizaron protocolos para analizar la experiencia de escucha de distintos patrones vibratorios de consonantes y vocales a través de la piel. Lo interesante de los hallazgos fue que indicaban que no se trataba de una activación sensorial sin más, si no que los sintientes significaron la experiencia, en este caso, comprendían que se trataba de vocablos. Uno de los referentes indiscutidos en esta exploración fueron Fahey y Birkenshaw (1972), quienes llevaron estas búsquedas más allá para teorizar y experimentar con la experiencia musical de los sordos a través de la piel, reconociendo las propiedades subjetivas de la melodía, la armonía, el ritmo o el volumen. Actualmente, con acercamientos similares, grupos de investigación como el del australiano Peter Blamey, han forjado toda una industria de auxiliares auditivos multisensoriales. Después de todo, estas concurrencias no son particularmente sorprendentes, ya que la anatomía y la fisiología los respaldan. El sistema somático de la piel y el sistema auditivo humano comparten similitudes estructurales en su capacidad para procesar vibraciones periódicas del aire, ya que ambos son mecanorreceptores que responden a la presión de las olas mecánicas.
A mediados del siglo pasado, el biofísico húngaro Georg von Bekesy mostró el paralelismo entre elementos específicos de la música y la fisiología del tacto. Para explicar la transferencia del sonido vibratorio al cuerpo se han sugerido dos mecanismos. El primero, propuesto por Wayne Orr y su grupo académico de la Lousiana State University, quienes han dedicado su carrera a medir las deformaciones mecánicas de la piel causadas por la estimulación vibratoria. Sus mediciones han mostrado que mecanorreceptores ubicados en diferentes capas de la piel —como los corpúsculos de Paccinean o los de Meissner— se activan según la frecuencia y la amplitud de la onda vibratoria. Como segundo mecanismo, Pamela Thurschwell de Sussex construye una genealogía de la tecnología donde la "vibración simpática” ocupa un lugar preponderante, como un fenómeno en el cual acontece un contagio vibratorio entre cuerpos. Las vibraciones no se extinguen inmediatamente, se reproducen o se comunican más allá de su fuente original, haciendo resonar los cuerpos que están a cortas o largas distancias. En este contexto, me suscribo a este sostén experimental y genealógico y sostengo que las vibraciones musicales con sus diferentes frecuencias, se “escuchan” a través de la piel. Sin duda la experiencia es muy distinta, y no voy a caer en la zozobra de afirmar que la piel tiene la misma resolución que las decenas de los miles de peculiares mecanorreceptores en la cóclea de nuestros oídos —conocidos como células ciliadas—, pero no se trata de emular a la percepción auditiva, si no de dar lugar a la existencia de una nueva forma de experiencia musical: la táctil.
Cabe tomar en cuenta que el sonido de cualquier instrumento musical proviene de la interacción con el músico a través de sus componentes vibratorios. El sonido se genera por la fuerza y velocidad respiratoria que se deposita dentro de la columna de aire del saxofón o bien, por los movimientos motrices finos y gruesos al recorrer las cuerdas de un charango. De hecho, los músicos establecen una relación íntima y corporeizada con sus instrumentos, en la cual el contacto "piel a piel” da lugar al control performático. Pero también la audiencia acude al encuentro con las vibraciones aéreas que se cuelan por el suelo y los asientos de un concierto, de hecho, el carácter de esos estímulos no es arrebatado sino dosificado en la cualidad de la experiencia musical.
Sobre ese resquicio vibratorio se han desarrollado tecnologías vestibles, las cuales correlacionan el sonido con la piel utilizando la retroalimentación del tacto interactivo. Una de las metas de dichos desarrollos es que sea genuinamente posible sentir la música mientras se escucha y así contrarrestar la frustrante sensación de una carencia cuando la música solo se transmite por audífonos. La tecnología posthumanista está en ese riel, intenta mejorar las experiencias de los usuarios, hacer cada vez mas tangibles y perceptibles las vivencias multisensoriales. Tal es el caso del piano digital Yamaha AvantGrand que tiene incrustados traductores vibratorios ajustables que simulan la sensación de las cuerdas vibrantes y la presión del pedal. O bien, el producto de la American Company, Music: Not Impossible, cuya intención no se limita a simular el pump of the bass o el bass drum, si no crear todo un paisaje multisensorial que active la totalidad del cuerpo y con detalles tan precisos que puedan propiciar la sublimación musical. En la misma lógica tecnológica, está el Basslet, un brazalete vestible de Lofelt, una compañía germana de innovación tecnológica que relaciona el sonido y el tacto en pos de la intensidad experiencial y la apertura de canales perceptuales. El Basslet traduce la música que estás escuchando a través de los auriculares en vibraciones dirigidas hacia la piel, hacia el cuerpo. Así, estas tecnologías provocan otras imaginaciones, otras inmersiones, otras presencias: la música literalmente toca la piel y así se favorece una expresividad sin atenuantes.
Paralelo a estas conjeturas y evitando el apabullante dominio de las formas tradicionales de objetivación, ¿cómo podemos aproximarnos a la conceptualización de la vibración musical? Fácil, combinando dos perspectivas difíciles con una expresividad subjetiva que no rivalice con un entorno objetivo, dejando de lado una instanciación de oposición. Los procesos de producción de la subjetividad en equilibrio con la realidad que constriñe. Si la música se piensa como un paisaje sonoro, si se exacerba el intento por escapar de las prácticas de tiranía semanticistas que han atrapado a la música por tanto tiempo, entonces la relación entre la música y la piel se vuelve una práctica del sentir y del saber que comunica corporalmente y genera un espacio de insubordinación. Cuando el canadiense Murray Schafer acuñó el concepto de soundscape, le interesaba precisamente que olvidáramos la cosificación de la música y pensáramos en eventos, en contextos, en culturas. El paisaje sonoro se plantea en la interacción del adentro y el afuera, del sujeto con el objeto y como uno de los pocos universales genuinos, ya que todas las culturas estudiadas hasta ahora, desde al menos 40,000 años, se divierten, gozan o sienten a través de la música que comparten a través del aire y con sus otredades. Además de la promoción de la sublimación, de esa experiencia sensible y ensoñadora que se emplaza en el terreno del reconocimiento de la ontología de relaciones y no de objetos, la interacción paisaje sonoro-sujeto nos conecta socialmente —es un pegamento social, como decía Durkheim. Quizás —y aquí empiezan las conjeturas otra vez—, con la frecuencia y la cualidad indicadas, puede remitirnos al vínculo de esas primeras y últimas caricias en el cuerpo de piel.
Si la experiencia táctil forma parte de las interacciones significativas con el paisaje sonoro, también da lugar para pensar en la diversidad de experiencias corporales que existen y cómo cada cultura, dependiendo de la apertura de canales sensoriales y las posibilidades de actuar en el entorno, define su estar en el mundo vibrante. Por eso debemos ser cuidadosos y no reducir la experiencia musical a una existencia puramente auditiva. El prejuicio de “la normalidad” surge como un dispositivo discriminante que parece depositarse en nuestro juicio temprano. Hay que subrayar que en la actualidad no solamente se desarrollan y patentan artilugios que cumplen el deseo de recrear la vivencia de la música a todo volumen de los conciertos, si no también otros que cubren las necesidades de la comunidad de sordos.
A esa opacidad aluden Ribeiro y Martins, cuando más allá de promover la sustitución sensorial auditiva con trasplantes cocleares, piensan en la creación de dispositivos que se sincronizan con impulsos táctiles para ser ejecutados por interfases hápticas, mejorando así la experiencia musical de las personas sordas o con déficits auditivos. Alrededor del mundo existen movimientos de sordos que reivindican sus capacidades y abogan por pluralismos culturales, sobre todo los de aquellos que perdieron la audición tardíamente y que alcanzaron a dotar de sentido y significar diversas cantatas, operetas o fugas. Algunas de esas voces en la lucha cansada pero vigente, no se sobrecogen de su silencio, sino que reconfiguran sus pliegos petitorios en un lugar asignado junto a las bocinas de los conciertos en vivo, para dejar de encender la hoguera de una intersubjetividad de la normalidad y del deber ser como falacia naturalista. Emulando su lucha, evitemos que la primacía de la experiencia musical normal, termine por hacer inaccesible lo sensible. Aboguemos para que no vuelva a quedar atrapada únicamente entre los lindes acústicos.
¿Qué hay más allá de la interacción con esa tibia piel?
La piel invita a ser tocada, desde que nacemos está ávida por activarse, se sabe que la privación táctil a un recién nacido lo convertirá en un potencial sociópata o coartará significativamente su supervivencia. Como lo expresa Merleau-Ponty (1964), hay algo especial en el tacto: podemos mirar sin ser vistos, pero no podemos tocar sin ser tocados a cambio. La caricia pensada como una forma de acercamiento social en la filogenia humana, hizo posible aquello que otras filogenias de primates no habían logrado: un sistema de filiación social basado en distintas formas de tocar el cuerpo, presiones y velocidades diversas que expresan una variedad de experiencias. Si bien es cierto que casi todos los mamíferos se acarician, sobre todo entre los cachorros y entre madres e hijos, los niveles de significado que adquiere el tacto entre los humanos es sobrecogedor. Entre los referentes en la reciente investigación del tacto social se encuentran Susannah Walker y Francis McGlone, ambos miembros del grupo de investigación “Somatosensory and Affective Neuroscience” de la Universidad JM Liverpool, quienes han propuesto que el contacto interpersonal, lento y suave puede proporcionar retroalimentación positiva y activar una regulación emocional de bienestar. Laura Crucianelli de la Universidad of Hertfordshire y María Filippetti de la Universidad de Essex son otras pioneras en esta historia de cuerpos asfixiados que protestan. Sus investigaciones llegan tan lejos que alcanzan a demostrar que existe un sistema especializado en el contacto afectivo, a saber, el sistema C táctil (CT). Este sistema es más activo en la piel velluda cuyos receptores responden de manera óptima al toque cariñoso, suave y de baja velocidad que provoca descargas afectivas que dan forma a procesos reguladores de la emoción.
En un sentido vinculante, la música invita a la piel a vibrar, a resonar con ella a través de la coordinación con las vibraciones musicales. Provocando, como lo ha demostrado el grupo suizo de la Universidad de Génova conformado por Wiebke Trost y Patrick Vuilleumier, una sintonía espaciotemporal entre los elementos rítmicos del oscilador musical y los tiempos corporales: emocionales, cardiacos, respiratorios, hormonales y neurales. Considerando esta evidencia generalmente aceptada, entreveo que una de las razones por las que la música promueve una conexión social es porque toca la piel y, en consecuencia, contribuye a la co-regulación de las emociones. Los patrones rítmicos de la música se enredan con el sistema nervioso periférico y autónomo a través de los mecanorreceptores de la piel. Así, cuando la piel vibra al ritmo de la música, los cuerpos emocionales se comunican y promueven actos cooperativos como el amor, la gratitud y la simpatía.
Cabe aclarar que no se trata únicamente de la activación de los mecanorreceptores de la piel, sino de una vivencia táctil, una experiencia corporal reveladora. No es solamente sense-data, sino todo un escarmiento subjetivo. La singular experiencia táctil con el paisaje sonoro detona la evocación del tacto social porque se confiere la escucha se convierte en algo memorable. En síntesis, lo que se propone al entrelazar distintos discursos epistémicos (percepción, cuerpo, paisaje sonoro, subjetividad, intersubjetividad) es que la música propicia una experiencia táctica que le hace sentido al escucha, una experiencia sensible y social, que antes se precintaba como lo individual, lo bello y lo sublime.
El trabajo Sonic Bed (2005) de la artista y compositora londinense Kaffe Matthews se asemeja a esta búsqueda reminiscente. Esta cómoda instalación que ha sido descrita como “música para sentir y no para oír”, es una obra en la que se propone contacto directo e íntimo con los cuerpos que invita a acudir al apapacho nocturno en una atmósfera de obscuridad, con un colchón suave que vibra estimulando distintas partes del cuerpo. Las vibraciones musicales, compuestas a partir de frecuencias electromagnéticas cerebrales asociadas con el placer, despiertan la memoria primordial del tacto del otro. Algunos podrían asociar este trabajo con el de Erkki Kurenniemi, un pionero multimedia finlandés quien en 1972 creó el Dimi-S (Sexophone y Love Machine) un dispositivo anterior al cybersex y que genera sonido a través del contacto con la piel y electrodos generadores de bio-feedback.
El bienestar también es uno de los temas en el trabajo de Satoshi Morita de la Universidad de las Artes de Berlín, cuya pieza Sound Capsule, galardonada en Arts Electrónica 2008, fomenta una postura relajante para recrear un paisaje vibrante que abraza al cuerpo del usuario. La instalación se aprecia como un vestigio social, como un estrechar entre el cuerpo del otro. Si reflexionamos un poco más, hay algo épico en esas instalaciones artístico-tecnológicas que desafían el orden impuesto y la voluntad de dominación, además de que van ganando visibilidad. Poco a poco se sostiene la idea de un diseño que integra la sensación visceral del sonido a los dispositivos acústicos actuales, a los sillones del automóvil o a la chaqueta que podrías usar para asistir a festivales. La experiencia musical se extiende hacia otros ideales estéticos.
Me está faltando hacer una precisión, el cuerpo no escapa de la diversidad y en su extensión hay zonas más significantes que otras. Así como nuestros cuerpos tienen áreas que son más sensibles a la excitación sexual, también tenemos zonas de la piel que son más sensibles a la vibración sonora. Por ello, las más de 500 apps que convierten el móvil en vibrador u otro juguete sexual son específicas respecto a las áreas más erógenas que fomentan experiencias significativas y evocativas. Como destacaron Fahey y Birkenshaw desde principios de los años setenta, cuando los patrones de aire de los tonos vibratorios y tangibles interactúan con la piel, la zona gástrica y las piernas prefieren los tonos bajos, la cavidad torácica los tonos medios y las cavidades sinusales de cráneo y cara los tonos altos. Así, las prácticas musicales alrededor del mundo podrían ser un tipo de caricias, un tipo de tacto social, una evocación de ese vaivén del arrullo en los brazos del progenitor con resonancia torácica incluida. Un elemento de aquellos eventos que rememoramos involuntariamente —como la proximidad de la voz de la madre resonante, piel con piel y tórax con tórax—, cual recuerdo proustiano que se rescata desde un supuesto azar.
No nos detengamos en imaginar otras posibles interacciones. Invitemos a otros sentidos a la generación de experiencias y a la construcción de tecnologías portátiles. Apostemos por una realidad con playlists de vibraciones resonantes en vez de pura sonoridad, con nuevas herramientas de comunicación emocional como emoticones vibratorios y musicales, en vez de puramente visuales. Preparémonos para otras formas de coordinación con el paisaje, para cambios determinantes en el pensar y el sentir.
No estoy segura de que la música vista de esta manera resuelva el problema de la falta de voz del cuerpo como un todo sintiente, ni que se pueda abrir paso dentro del avasallante dominio de perspectivas positivistas o reduccionistas, pero sí ofrece otras maneras de sensar, de estar y de vibrar con el mundo. No quedemos atrapados en los confines del espectro auditivo ni de su fisiología sonora, más bien, validemos la conjetura respecto a que la experiencia de escucha implica a muchas otras vivencias e interconexiones. Invitemos a la piel, al tacto social, a ser parte de la experiencia sensible de la música entre miembros de comunidades de normoauditivos y de sordos.
No se trata de una metáfora, la música literalmente nos toca.
Referencias
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Ximena González-Grandón
Nació en Santiago de Chile en 1981. Es médico-cirujano y Doctora en Filosofía de las Ciencias Cognitivas (UNAM). Realizó una Maestría en Filosofía de la Ciencia de la UNAM y un Master en Ciencias Cognitivas: Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Es profesora en la Facultad de Medicina de la UNAM y del Posgrado en Ciencias Cognitivas de la UAEM. Ha desarrollado dos postdoctorados de investigación, el primero en el Instituto de Filosofía y Ciencias de la Complejidad (IFICC-Chile), donde actualmente es investigadora asociada. Y el segundo en el Departamento de Ciencias Computacionales del Instituto de Investigaciones en Matemáticas Aplicadas y Sistemas (IIMAS-UNAM). Su aproximación se centra en la naturalización y complejidad de los procesos mentales, la experiencia emocional artística y las experiencias de bienestar. Así como en su aplicación en la docencia y la divulgación, las prácticas médicas y la rehabilitación. Sus intereses incluyen las ciencias cognitivas y neurociencias corporeizadas, la interacción social, el puente explicativo entre las artes y las neurociencias, así como la epistemología médica. Es autora de varios artículos en revistas nacionales y extranjeras y de un libro. Actualmente coordina el Diplomado de Neurociencia, Arte y Cultura en la UNAM, en conjunto con el Dr. Jesús Ramírez; así como el Diplomado de Cáncer y bienestar: prácticas transdisciplinarias de la UNAM, en conjunto con el Dr. Octavio Valadez. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde el 2016.