Tags

Autores

Artículos relacionados

Inmersiones

Formas de expandir nuestra experiencia con el mundo

Por Sergio Huidobro /

16 sep 2019

 

La anécdota no es nueva para casi nadie. Se ha contado tantas veces, de tantas formas con detalles y matices diferentes, que cuesta darse cuenta de que en realidad nunca la supimos por boca ni por pluma de un testigo presencial que pudiera dar fe. Se dice que en una de las primeras funciones públicas del cinematógrafo Lumière, en el sótano del Salón Indio del Gran Café, la proyección de La llegada de un tren a la estación de La Ciotat (1895) ocasionó desmayos, gritos y huidas en desbandada del local de espectadores abrumados por la visión de un tren en movimiento que se acercaba desde la pared.

La historia ha desmembrado el mito; hoy sabemos que entre las diez proyecciones programadas en aquellas funciones pioneras, no estaba incluida la llegada del tren, pues esta se exhibió por primera vez al mes siguiente, en enero de 1896. No hay registro documental alguno que indique que ese tipo de reacciones tuvieron lugar en las nuevas funciones. Sin embargo, las leyendas y los rumores son más perdurables que el empeño de la historiografía para desmentirles. En el centro de esa anécdota está el origen de nuestra fascinación por la imagen en movimiento, una forma de realidad duplicada y estilizada que, desde los últimos años del siglo XIX hasta la fecha, ha ido moldeando nuestra relación con el mundo palpable al punto de confundirse con el mismo.

Propaganda del Cinematógrafo Lumière.

Desde otro ángulo, no deja de interesar nuestro acercamiento paternal hacia esos primeros espectadores que suponemos impresionados. Al imaginar la escena, sonreímos con ternura ante su ingenuidad, ante su instinto que suponemos primitivo o pre moderno. Imaginamos a los primeros espectadores fílmicos como cavernarios que recién domesticaron el fuego y siguen fascinados por las sombras que produce. ¿Somos  los espectadores del siglo XXI más sofisticados por haber normalizado la relación diaria con la imagen en movimiento; somos menos inocentes en nuestra relación con la misma? Posiblemente no. Quizá es la imagen móvil la que, en este camino de ciento veinte años, ha encontrado modos de mimetizarse con los sentidos, convenciéndonos de que su naturaleza y la nuestra son la misma.

En Remediation (MIT Press, 2000), Richard Grusin y David Bolter repasan este camino y sitúan un punto de inflexión en 1990-91, cuando las tropas estadounidenses, bajo el mando de George Bush, comenzaron el bombardeo del Golfo Pérsico en lo que se conocería después como la primera invasión militar televisada vía satélite y cubierta casi en directo por cámaras de video. Habían pasado poco más de cien años desde las primeras proyecciones del Cinematógrafo Lumière. En este caso, no hubo reporte alguno sobre espectadores consternados hasta el desmayo o que huyeran de la sala incapaces de procesar las imágenes de la Guerra del Golfo. Algo había cambiado en el interior de las imágenes y algo, quizá más profundo, en el interior de nosotros mismos.

Mentes tan distintas y distantes como las de Marshall McLuhan, Ignacio Ramonet, Susan Sontag, Giovanni Sartori o Pierre Bordieu parecen coincidir –a veces en forma, otras en fondo– en un diagnóstico que se ha vuelto lugar común: la imagen móvil puede anestesiar, y de hecho lo hace. Es un síntoma interesante el que las herramientas que buscan la expansión sensorial de las pantallas, como el 3-D, las salas 4-D X, el sonido envolvente, el Cinemascope, el sistema Olorvisión (Odorama) o similares, coincidan con momentos de alta tensión social como la Guerra fría, los años sesenta o el mundo posterior al 11 de septiembre, como si la gran industria de las imágenes necesitara reforzar el artificio de la imagen-espectáculo a fin de distanciarlo de la imagen-realidad que brota desde los noticieros o los videos producidos por Hezbollah, Al Qaeda o los cárteles mexicanos.

El cine 3D ofrece experiencias de realidad virtual. Imagen: Universidad EAFIT

Si en algo coinciden todas estas experiencias es el papel pasivo del espectador como receptor, ya sea para implicarlo en un simulacro de realismo o para distanciarlo de lo real mediante artificios. La realidad virtual y la realidad aumentada son, probablemente, el primer giro de tuerca en la evolución de las imágenes que implican una inmersión directa del espectador, quien adopta el punto de vista en primera persona –parecido al yo literario– que funciona como un avatar: una subjetividad construida a partir de lo virtual.

Vuelvo sobre el párrafo anterior para hacer notar el uso inexacto de “espectador” como un nombre que define al sujeto que activa un entorno virtual o inmersivo para participar del mismo, aquel quien absorbe la experiencia. A contrapelo del canon de las artes visuales, desde la pintura hasta la danza, la escultura, la fotografía o el cine tradicional, la interacción entre públicos y obras se da a través de la vista como columna vertebral de la experiencia. Como forma provisional de caracterizar a ese yo elusivo, nuevo, indefinido, emplearé la palabra usuario a sabiendas de que su exactitud no es mayor que la de espectador, o de las que son incorrectas por ser plurales, como público o audiencia.

Al hablar de usuarios, habría que destacar la ambivalencia del término: no refiere únicamente al uso físico del hardware, como visores de RV, joysticks, sillones, etc.; también engloba la noción de usar los discursos audiovisuales en el mismo sentido en que se utiliza un cuchillo –manualmente, con libre albedrío– o una computadora –con su carga de interactividad–. La RV/RA es nueva y nos obliga a buscar nuevos territorios del lenguaje para describirla desde la crítica; sería inexacto llamar audiencia a quien lo experimenta, pues la recepción es siempre individual, y tampoco me siento cómodo al hablar de público o espectadores, lo primero por la carga de individualidad e intimidad de estos discursos, y lo segundo porque la función visual como algo meramente contemplativo es contraria a la naturaleza de estos discursos.

La interactividad en todas sus formas –táctil, corporal, sonora, narrativa o en forma de interfaz gráfica– no es una innovación directa de las realidades virtuales o aumentadas: los videojuegos habían abierto y recorrido ese camino, sobre todo los que emplean las narrativas en primera persona y se construyen mediante miradas subjetivas; por ejemplo, en el género shooter o “de disparos”, que implica al usuario como personaje narrativo. En este sentido, se distancian de las narrativas RPG o en tercera persona, en donde la implicación individual solo se da en la forma de control de un cuerpo ajeno.

Recientemente, los tiroteos masivos en varias zonas de Norteamérica reabrieron la discusión en torno a si las narrativas virtuales en primera persona son corresponsables de torcer los límites entre los entornos sociales y los digitales. Es una discusión que rara vez ha superado la antesala de los prejuicios, los simplismos, el reduccionismo o los lugares comunes. Herramientas como la realidad virtual o aumentada añaden –afortunadamente– una rica capa de complejidad a este debate, al demostrar que los entornos virtuales, lejos de deformar o alienar nuestra relación con el mundo, son capaces de expandirla.

Lo que el arte en RV-AU aporta a los discursos audiovisuales es la posibilidad de ampliar las narrativas, las experiencias estéticas y las capas de discurso al reformular el papel del usuario, al cruzar esta experiencia del gamer (a la que nos habituamos durante al menos cuatro décadas), cruzándola con el lenguaje fílmico y las posibilidades del cine como medio de expresión. No solo del cine como ficción, lo que sería el cruce más natural con un medio derivado de los videojuegos; también el cine documental, de autor, animación, no narrativo o híbrido admiten, en años recientes, implicarse en proyectos de realidad virtual o aumentada con resultados siempre interesantes y a veces extraordinarios.

En ese sentido, un proyecto como Spheres (2018) de Eliza McNitt, producido por Darren Aronofski, plantea un contrato entre la audiencia y la obra a partir de lo sensorial. Se trata de un entorno virtual de modelos digitales que reproducen cuerpos celestes –galaxias, tormentas solares, el sistema solar– permitiendo la interacción táctil y sonora. Por ejemplo, al manipular con las manos la órbita de los planetas, se activan pistas de sonido envolvente y, en ocasiones, fragmentos de audio leídos por actrices como Jessica Chastain o Millie Bobby Brown. En el mismo sentido, la pieza La inmortalidad del cangrejo del dúo Flaminguettes (ver más abajo) permite al usuario trazarse una narrativa propia –dentro de límites condicionados, por supuesto– a partir del desplazamiento físico, de la mirada y la exploración táctil.

En el entorno mexicano, la irrupción de un proyecto como Carne y arena (2017) de Alejandro González Iñárritu y Emmanuel Lubezki abre debates urgentes sobre las fronteras de lo que es representable a través del cine. En este caso, hablamos de dos artistas con una trayectoria sólida en el cine tradicional –pantalla rectangular, recinto cerrado, distancia física entre la imagen y sus espectadores– que empujan los discursos hacia una experiencia radicalmente distinta: una en la que el usuario adopta la identidad de un migrante mexicano que atraviesa el desierto y es perseguido por una redada de la migra fronteriza. El usuario se convierte en coautor, o en la última de tres partes creativas que participan del relato.

Inmersión, la palabra prestada para darle nombre al Festival Inmersiva del Centro de Cultura Digital (CCD), es la más exacta que encuentro como punto de partida para pensar los discursos de la realidad virtual o aumentada. Más allá del caso Carne y arena, que es una instalación de presupuesto descomunal, avalado por firmas reconocibles y arropada desde su nacimiento por instituciones reconocibles del establishment fílmico y cultural –el Festival Internacional de Cannes, la Academia norteamericana de cine, la UNAM– , lo fascinante de este arte embrionario, en pleno desarrollo y casi acabado de nacer, son las posibilidades creativas que brinda a autores nacientes para que se impliquen en la RV-RA como disciplina central de su trabajo y no como una periferia, una extensión o una curiosidad de feria.

En sus primeros días, al cine se le pensó así en relación con el teatro, la fotografía y la novela. Un siglo después, tenemos frente a nosotros un panorama similar. En las todavía contadas ocasiones en las que la crítica de cine (tanto la periodística como la académica) se acerca con reservas a la realidad virtual o aumentada, el abordaje se mueve todavía en las arenas de la incertidumbre conceptual. 

En El futuro es ahora: un viaje a través de la realidad virtual (Dawn of the New Everything, 2017), Jaron Lanier recorre el camino que la teoría y la crítica han andado en sus empeños por describir las experiencias de realidad virtual. Lanier, fundador en 1985 de VPL, la compañía pionera en la generación de visores, entornos digitales y realidades virtuales, compara a esas experiencias pioneras con aquellas emprendidas en los años sesenta, desde la academia, por Timothy Leary y Ken Kesey en torno al LSD. Esa necesidad contemporánea por expandir la realidad y abrir otras formas de lo sensorial, para Lanier se refleja en la creación imparable de cientos de startups dedicadas a la RV-RA en el presente siglo. No se trata, para él, de otra más de las modas virtuales que proliferan en Sillicon Valley y el resto de la costa oeste, sino de un síntoma sociocultural en el que se cruzan las subjetividades virtuales con el auge de las experiencias híper individuales.

Si bien la perspectiva de Lanier está en los márgenes contraculturales de la academia, en cuanto a la crítica de cine o la audiovisual. No existe aún una perspectiva analítica consensuada que permita comunicar estas experiencias de forma satisfactoria, desde la crítica periodística o el periodismo especializado, a un público que las desconozca. Está, por supuesto, el esfuerzo emprendido por Román Gubern en Del bisonte a la realidad virtual: la escena y el laberinto (Anagrama, 1996), pero más de dos décadas después de aquel estudio pionero, las preguntas que lanzó no dejan de multiplicarse, y lo hacen más rápido que las respuestas: ¿habría que tomar prestados los andamiajes críticos del cine o del videojuego? ¿Basta la narrativa clásica para explicar la función del personaje en estos casos? ¿Es posible discernir entre los fuegos de artificios, el deslumbramiento de la novedad y lo que es estéticamente perdurable? ¿Cuánta distancia debería tomarse ante un fenómeno en el cual la cercanía, el envolvimiento o la inmersión, lo son todo?

Los cortometrajes mexicanos El beso (Carlos Hagerman), La roca (Juan Carlos Rulfo) y Péplum (Roberto Fiesco), son pioneros en el ensamblaje de tecnologías inmersivas con los métodos de trabajo del cine documental. Los tres fueron coproducidos por el laboratorio creativo Oniria y presentados en el Festival Internacional de Cine de Guanajuato (GIFF) en 2017. Junto al Salón Transmedia del Festival Ambulante, una sección dedicada a documentales que utilizan herramientas inmersivas, se trata de las primeras curadurías que exploran las narrativas de lo real a través de la RV-RA. Los resultados podrán ser disparejos, pero todos resultan estimulantes por uno u otro motivo.

En el otoño de 2018, el Festival Internacional Inmersiva marcó la más reciente de las apuestas curatoriales para las realidades mixtas en México, y es la primera que abarca tanto la experiencia directa de los proyectos como el análisis, la teoría y las bambalinas que los soportan. Aunque el diálogo entre el cine y los soportes de realidad virtual sigue siendo tibio e intermitente, las posibilidades de intercambio son cada vez más evidentes.

Un proyecto como Spheres permite imaginar un futuro cercano en el que los cineastas abran la compuerta de una habitación contigua a lo cinematográfico que ahonde las posibilidades del lenguaje, de las narrativas y las estéticas. En el último año, el documental Girl Icon (2018), sobre educación primaria para niñas en India, o Ayahuasca (2018) de Jon Kounen, que busca reproducir la experiencia psicotrópica de ingerir esta bebida andina, me han enfrentado a dudas razonables acerca de lo que hasta hoy llamamos lenguaje fílmico, que creíamos enmarcado por los cuatro ángulos de una pantalla rectangular.

 

La inmortalidad del cangrejo, de Flaminguettes

Flaminguettes, la dupla creativa formada por Mara Soler y Daniela Villanueva es un ave difícil de enjaular en el panorama creativo mexicano. Su portafolio recorre casi cualquier variante de la gráfica y el diseño, desde marcas globales, recintos culturales, artistas pop, el festival Vive Latino, revistas o cereales.

La inmortalidad del cangrejo es una propuesta de realidad virtual que se desmarca del realismo gráfico y apuesta por la corporalidad y la teatralidad de la experiencia: el usuario debe vestir una túnica en colores pastel y dos mangas en color ocre brillante, además del visor. Onírico y juguetón, el espacio que nos presenta en un recinto circular, mezcla de templo grecolatino con videoclip ochentero, en el que algunos elementos evocan un parque acuático (pelotas de agua, albercas, pasamanos) y otros, un cuadro de Magritte o Yves Tanguy.

Una de las paradojas más interesantes del proyecto es lo que plantea en torno al movimiento del cuerpo. La inmortalidad del cangrejo es una propuesta de desplazamiento virtual en la que el cuerpo permanece fijo en el mismo punto: la sensación es similar a la que se tiene a bordo de un transporte, cuando otro vagón comienza a moverse y, por una fracción de segundo, no podemos saber si quienes se mueven son ellos o nosotros.

La inmortalidad del cangrejo, Flaminguettes. Imagen: equipo audiovisual CCD.

El espacio de Flaminguettes se recorre utilizando el tacto, las manos, las texturas como propulsor. El diseño sonoro no es más realista que lo que vemos. Una voz femenina, maternal y ligeramente robótica, induce al mismo estado de contemplación letárgica, paz y curiosidad que provoca el entorno virtual. Es una experiencia que se desarrolla por completo en primera persona, en la cual la visión subjetiva no se limita al plano visual, a la manera de la cámara-personaje del cine, sino que involucra el cuerpo de pies a cabeza.

 

Tulpa: el libro de los sueños, de Julián Bonequi

La personalidad creativa del mexicano-barcelonés Julián Bonequi se parece a un magma que bulle desde las capas enterradas de la consciencia y brota hirviendo en la superficie, sin orden ni patrones reconocibles. Como músico, ha explorado el sonido como si fuera un territorio recién descubierto, anónimo, ajeno a los cálculos de la geografía.

Su acercamiento a la animación 3D y el arte digital funciona como una extensión de esta vena creativa, en la que la improvisación y los caos controlados marcan la ruta a seguir. En Tulpa, el único proyecto de realidad aumentada presente en Inmersiva, nuestro mundo físico aparece poblado por creaturas imposibles, surgidas del sueño profundo, los deseos encarcelados y los miedos silenciados.

Tulpa funciona como un compilado de tarjetas –¿tarot? ¿prueba de Rorschach? ¿juego de rol?– que invocan a una galería extensa de creaturas en tres dimensiones. Pocas de ellas tienen filiación reconocible en nuestro espectro de seres vivos. A lo mucho, podría decirse que algunas evocan la figura humana y otras, cruzan imposibles de fauna, flora o el mundo mineral. Es un bestiario imposible que propone una extraña hibridación: la de lo digital con lo ancestral.

Tulpa de Julián Bonequi. Imagen: equipo audiovisual CCD.

El diseño de personajes tridimensionales es un trabajo sobresaliente de modelado digital. Como proyecto mexicano de realidad aumentada, es pionero y permite imaginar amplias posibilidades creativas más allá del espectro comercial, como los hologramas o la publicidad.

 

Lo humano después, de Anni Garza Lau

El proyecto digital de Anni Garza Lau tiene una base narrativa potente, de larga tradición: la de la ciencia ficción post-apocalíptica. Las distopías futuras son el río que se agita en el subsuelo de Lo humano después, un escenario urbano de alta tecnología desde el cual observamos un porvenir posible de la especie y las máquinas. Se trata de una azotea, donde adoptamos el punto de vista subjetivo de uno de los humanos que han sobrevivido en una forma híbrida, mitad máquina, mitad organismo.

Hay elementos fácilmente reconocibles entre el mundo que tenemos alrededor: Blade Runner, Akira, 1984, Matrix. Cosmologías contemporáneas que, en apenas dos o tres décadas, hemos ido adoptando como un futuro no solo posible, sino inevitable. Lo humano después es una pieza interactiva que, como La inmortalidad del cangrejo, apuesta por las manos como el puente natural entre el yo y el mundo: algo que las pantallas táctiles, los botones y los teclados hicieron realidad desde hace tiempo.

 

Tip 3.0, de Roberto Cabezas

El proyecto de Roberto Cabezas comparte con Lo humano después y con La inmortalidad del cangrejo la idea de hacernos habitar un espacio cerrado que podemos explorar al desplazarnos. Su única línea narrativa es la de las manos y la mirada. Lo interesante es que, a diferencia de los otros dos, incorpore una base de investigación documental y periodística relativa a las condiciones mentales atípicas, esas que en un eufemismo reciente, llamamos capacidades diferentes. Su objetivo es la empatía y el reconocimiento de la otredad a través del testimonio oral. Algunos dirán que en eso se relaciona con el documental sonoro o el reportaje radiofónico. No necesariamente.

Tip 3.0 es un paisaje digital abstracto, sin ningún referente figurativo que podamos reconocer, al cual, sin embargo, nos habituamos fácilmente. Repartidas por el lugar, algunas piezas activan voces conforme nos acercamos: son fragmentos de discurso que provienen de personas con alguna condición mental no especificada. Son interesantes en dos momentos: cuando percibimos la familiaridad de la voz humana en un entorno enrarecido y después, cuando intuimos una barrera entre la otredad de quien nos habla y nosotros, los mal llamados normales.

El perfil de Roberto Cabezas escapa a las categorías habituales de la creación artística. Es un investigador de academia que navega entre la inteligencia artificial, la música y las artes digitales, siempre con una perspectiva humanista que concilia a las nuevas tecnologías con un interés por lo afectivo, la empatía y el pensamiento.

A diferencia de Carne y arena, en donde la apuesta es la de adoptar la perspectiva de la migración en primera persona o del argentino Metro veinte: cita ciega de María Belén Poncio, en donde exploramos el punto de vista de una persona que vive en silla de ruedas, Tip 3.0 no busca hacernos mudar de piel ni de identidad, sino reconocernos en un cuerpo ajeno que podemos aceptar como igual.

Montaje de Tip 3.0 de Roberto Cabezas. Imagen: equipo audiovisual CCD.

 

Vuelvo a la falsa anécdota sobre el tren de los hermanos Lumière y la audiencia despavorida por ese primer quiebre entre la realidad y las imágenes. En un ensayo publicado en Letras libres acerca de su primer acercamiento a la realidad virtual, Fernanda Solórzano compara el escepticismo previo (“yo no me voy a esconder de patrullas que no existen”) y la conmoción posterior, al descubrir polvo en las rodillas que indicaban que la experiencia la había llevado, literalmente, al suelo. Nuestra relación con el realismo visual nunca ha sido unívoca ni definitiva. Sigue siendo un proceso, y las realidades virtuales o aumentadas son una ruta en pleno descubrimiento.

Una propuesta integral como el Festival Inmersiva obliga a pensar este nuevo terreno casi al mismo tiempo que se experimenta. Es una posibilidad que no conocieron ni el cine ni la televisión, pues el pensamiento teórico en forma no llegó sino hasta un par de décadas después de su invención, cuando ya se había establecido –en el caso del cine– una industria con varios polos, que había forjado una estética y construido sus propios canales de comunicación de forma intuitiva. La realidad virtual y aumentada nacen a la par que se piensan, y esa dialéctica entre pensamiento y ejercicio es, por decir lo menos, estimulante. Bienvenido el Festival Inmersiva, un núcleo fundamental para ver con mayor claridad lo que nos rodea cuando tenemos el visor puesto, y también cuando no.

Sergio Huidobro

Sergio Huidobro (Ciudad de México, 1988). Escritor y periodista. Licenciado en comunicación y maestro en letras latinoamericanas, ambas por la UNAM. Formó parte del jurado joven France 4 Revelation de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes en 2014 y del programa Berlinale Talents Press del Festival de Berlín en 2016. Escribe de forma regular en las revistas La Tempestad y Cine Premiere y ha colaborado también en prensa (Reforma, La Jornada) y radio en línea (Cine Garage), así como panelista semanal en Mi cine, tu cine de Canal Once del IPN y en la serie “Enfoque crítico” de Zoom F7, en línea. Recientemente fue incluido en Dos amantes furtivos: cine y teatro en México (Coord. Hugo Lara, 2015), en Los retos de Retes (Cineteca Nacional, 2018), Correspondencias : cine y pensamiento  (FICUNAM / TV UNAM, 2018) y coordinó el volumen de crónicas Pies en la tierra: crónicas de septiembre (2017).