El libro La humanidad aumentada, la administración digital del mundo de Eric Sardin, editado por Caja Negra, de reciente circulación en nuestro pais, explora varios de las perspectivas y posibilidades de la "administración robotizada de nuestra existencia" y nuestra convivencia cotidiana con la inteligencia computacional, advirtiendo las posibilidades de la perdida de soberania del humano ante la gubernamentalidad algorítmica. Aquí presentamos una selección del libro.
“Podemos transformar el mundo entero en metal”, amenaza el antihéroe del film japonés Testsuo (Shinya Tsukamoto, 1989), cuyo cuerpo, a semejanza del de su compañera, se ve infiltrado poco a poco por estructuras de acero que sustituyen sus órganos de carne. La declaración integra su devenir máquina y proclama al mundo la expansión universal de la amenaza. Se trata de una ficción elaborada a fines de la década de 1980, en un Japón que se tomó revancha por la derrota en la Segunda Guerra Mundial, y que devino, durante este período, y por algunos años, en la potencia económica del planeta. Es un territorio situado entonces a la vanguardia de las innovaciones y producciones electrónicas. La amplitud y la velocidad de la tecnologización de su sociedad podrían hacer creer en la emergencia de un mundo frío, inevitablemente destinado a ser “formateado por el silicio”. Esta percepción llena de ansiedad se desarrolló en el inicio de la revolución digital con la convicción de que se produciría un desposeimiento ineluctable a través de la técnica que sería perceptible, a la larga, en la dominación por parte de criaturas artificiales de perfil antropomórfico dotadas de superpoderes. Y este imaginario globalmente compartido, que se manifestaba en el cine hollywoodense de los años 80, particularmente en grandes producciones como fueron Blade Runner, Terminator, Robocop, aún utilizaba la hipótesis de la influencia ejercida por la tecnología sobre los humanos bajo la forma de humanoides casi infalibles movidos por intenciones esclavizantes.
Esta vulgata se vio alternada, a veces, con un esquema más opaco, o sea, la absorción de la existencia, consciente o no, en el interior de los flujos electrónicos, desustancializada por una matriz omnipotente que decidía la forma de todos los destinos y que estaba particularmente presente en películas como Tron o, más tarde, Matrix. La disolución del cuerpo en los limbos digitales manifiesta la victoria definitiva del cálculo sobre toda vida orgánica. Por un lado, se expone el triunfo de la máquina bajo el modelo de un superhombre de metal que somete a la figura humana. Por otro lado, se consuma la dimensión teleológica propia de la electrónica, inevitablemente dirigida, dada la infinita superioridad de sus poderes, a reducirnos a sus leyes incorporales. Estos esquemas binarios impregnan el espíritu transhumanista, que querría creer en la infiltración generalizada de órganos sintéticos hasta el punto fantaseado de una inteligencia humana desencarnada y alojada en chips. Es un relato o ideología que están marcados por un énfasis sensacionalista, que quizá ha contribuido a su repercusión planetaria y a que ganara, aquí o allá, alguna forma de crédito. Si el trasplante de prótesis artificiales corresponde a un movimiento iniciado por lo menos hace medio siglo según procedimientos que no dejan de sofisticarse, no representa de ninguna manera el clímax emblemático del entrecruzamiento actual entre humanidad y técnica. No, el transhumanismo no muestra el eje principal de nuestro devenir, que, además, incluye el defecto, o la extrema ingenuidad, de no dar importancia más que a los fenómenos visibles y de apariencia extraordinaria, en detrimento de acontecimientos más imperceptibles sobre los que sabemos, luego de Nietzsche, que su relevancia queda testimoniada oblicuamente por su propia discreción. El hecho contemporáneo, el más decisivo y determinante pero de otra manera, remite a nuestra inmersión continua en el seno de flujos informacionales de atributos deductivos y reactivos.
“Aquellos que llamamos antiguos eran verdaderamente nuevos en todas las cosas y constituyeron, para hablar con propiedad, la infancia de los hombres; y como hemos unido a sus conocimientos la experiencia de los siglos que los siguieron, es en nosotros mismos donde podemos encontrar esa Antigüedad que soñamos en los otros.”1 Es el momento compuesto evocado por Pascal que coincide con su presente tramado en capas elaboradas una tras otra, que constituye así una edad avanzada o “antigua” en virtud de los entrelazamientos sucesivos de saberes que forman,de facto, toda episteme. La aserción se ve indefinidamente verificada por el movimiento diferencial de la Historia, que recupera hoy la particularidad de haber generado un nuevo tipo de hibridación, de orden ya no epistemológico, sino también antropológico. El fenómeno de “antigüedad creciente”, identificado con tan justo nombre por Pascal, dependía de una estructura interhumana inducida por el encadenamiento de generaciones y la conservación exosomática del saber. La hibridación propia de nuestro siglo xxi se corresponde con la hibridación impalpable que mezcla cuerpos y códigos digitales. Una “alta antigüedad antropomaquínica” determina, en la actualidad, nuestra condición, y ya no está reducida a sus propios límites cognitivos, sino aumentada en sus facultades de juicio y de decisión, señalando la instauración perenne y universal de nuestra realidad antrobológica.
En la medida en que la ia se infiltre en nuestra vida cotidiana, nos confrontaremos con conmociones de amplitud comparable con las que conocieron nuestros lejanos ancestros cuando pasaron de la caza y la recolección a la agricultura, o con aquellas vividas por los campesinos y los artesanos en el transcurso de la primera Revolución Industrial. Durante esos períodos, el ser humano revisó sin cesar la imagen que tenía de sí mismo y de su rol en el universo. La inteligencia artificial dará lugar nuevamente a tales cambios.2
Este análisis, que se remonta a comienzos de 1990, es decir, a una edad todavía impúber de la intelección robotizada, debe ser proporcionalmente ampliado de acuerdo con la medida de las capacidades adquiridas de aquí en adelante por parte de los procesadores, que han ejercido una suerte de influencia universal en el curso del mundo. Una de las mutaciones mayores de nuestro tiempo procede, por un lado, discretamente y al mismo tiempo, siguiendo una profundidad de impregnación sin precedente histórico. Es la redefinición del lugar ocupado por la figura humana, como así también de sus procesos cognitivos, destinados de modo inevitable a reposicionarse en comparación con aquellos eminentemente potentes que despliegan los agentes digitales.
La condición antrobológica entrelaza, a un ritmo creciente, organismos humanos y artificiales al introducir un nuevo término en la configuración intersubjetiva constituida por el binarismo hombre/mujer, y descubre una tercera presencia determinante e incorporal. Esta fricción entre los “géneros” no remite, de facto, a estructuras de conflicto o de dominación, sino que debería, en el mejor de los casos, suscitar juegos de fecundación posibilitados por el principio de una complementariedad dinámica. Está destinada a darse una suerte de distribución de tareas, liberando quizá el espíritu humano de ciertas funciones y favoreciendo posturas comportamentales inéditas e intensificadas:
En el transcurso de la última década, bajo el impulso de la ia, una gran cantidad de personas formuló preguntas interesantes que conciernen al lenguaje, la lectura y la comprensión. [...] Al intentar reproducir nuestros procesos de pensamiento en máquinas seguimos aprendiendo lo que significa “ser humano”. En lugar de deshumanizarnos, estas investigaciones nos llevaron a tomar conciencia de las cualidades y de las facultades humanas.3
Esta recuperación de la conciencia y la lucidez respecto de nuestra propia condición convoca, más allá de toda reacción de rechazo, a captar las fuerzas virtualmente desprendidas en nuestro horizonte híbrido en devenir.
Dos posibilidades se perfilan. La primera consistiría en satisfacerse con el aporte incesante de informaciones ajustadas, de manera milagrosa, a cada fragmento de la existencia, ampliando nuestra “pereza natural” mediante una asistencia tendencialmente integral que vuelve casi vano todo esfuerzo voluntario y sostenido de saber. La segunda consistiría en beneficiarse del aporte continuo y bienvenido de conocimientos, permitiendo, en paralelo, proceder al enriquecimiento de algunas de nuestras aptitudes. Son actitudes opuestas, una marcada por la satisfacción despreocupada que se siente ante un pilotaje automático de lo cotidiano; y la otra, caracterizada por la conciencia de que se nos ofrece otro momento de nuestra condición. La noción de “humanidad aumentada” remite tanto a nuestro medio, en parte animado por la potencia fenomenal de agentes digitales, como a nuestra condición, que se ve ampliada por un crecimiento infinitamente extensivo de un poder sobre el cual no está dicho que acreciente, al mismo tiempo, la calidad de vida o la plenitud individual y social.
La revolución cognitiva exige mantener una distancia de lo real, pese a todo, que representa la facultad más característica de nuestra especie y que es emblemática en la abstracciónmisma que constituye el lenguaje. La pregnancia creciente de la abstracción digital opera en contrapartida un bucle paradójico que nos adhiere sin más intersticios a los seres y a las cosas. Esta inmersión perpetua, que induce probablemente efectos de enceguecimiento por el resplandor del saber artificial, requeriría la reconsideración del concepto nietzscheano de “superhombre”, que nombra esta voluntad totalmente decidida a apartarse de los códigos normativos que asfixian nuestras propias virtualidades. Este compuesto complejo entre fuerzas humanas y robotizadas necesita, a la vez, la adhesión a las potencialidades tecnológicas contemporáneas y una distancia sostenida . Es el deseo fundamental de afirmar la propia singularidad según una relación no de desconfianza, sino de posible divergencia a propósito de la inflexión operada por los flujos informacionales de lo cotidiano.
Es el imperativo de desplegar la potencia crítica del espíritu para elegir, rechazar, contradecir, añadir, o para comprometerse aquí o allá en opciones inéditas. Es la duplicación voluntaria de nuestra condición de alguna manera “sobrehumana” mediante un esfuerzo indefinidamente renovado –tanto individual como colectivo– para posicionarse conscientemente respecto de la verdad impuesta por los sistemas. “La humanidad debe protegerse de sí misma en favor de la perpetuación del extraño equilibrio del que es capaz entre lo frágil y lo potente, lo sutil y lo útil.”4 Son seres contemporáneos que, como la tripulación de la nave Discovery One, están conminados, en un momento de su odisea, a marcar un distanciamiento de la figura omnipotente de Hal, ya no para neutralizarla o aniquilarla, sino para instaurar un juego vital abierto y dinámico. Esta configuración antrobológica supone, posiblemente, condiciones de existencia intensificadas, siempre que sean aprobadas por la fuerza de nuestras “luces naturales”, que deben ejercerse en todo momento, en una suerte de repliegue necesario, así como en una implicación plenamente responsable y deseada a propósito de todas las virtualidades del mundo.
Traducción de Javier Oscar Blanco y Cecilia Paccazochi
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1. Blaise Pascal, Préface au Traité du vide (1647), París, gf Flammarion, 1985.
2. Daniel Crevier, Inteligencia artificial (1993), Madrid, Acento, 1996.
4. Pascal Chabot, Global Burn-out, puf, 2013 (Colección Perspectives critiques).
Erik Sadin
Ensayista y filósofo francés conocido por ser sus investigaciones de la denominada “subjetividad digital”. Se ha ocupado en diversos escritos de trazar un diagnóstico de la sociedad contemporánea y de sus prácticas en función del impacto que los artefactos tecnológicos producen en la humanidad. Entre sus libros –que cada vez generan más entusiasmo en la crítica y suman más lectores– se encuentran: Surveillance globale. Enquête sur les nouvelles formes de contrôle (2009), La société de l’anticipation (2011), La humanidad aumentada (2013, Premio Hub al ensayo más influyente sobre lo digital), La vie algorithmique y La silicolonisation du monde (2015).
Éric Sadin desarrolla además tareas de docencia e investigación en distintas ciudades del mundo y publica regularmente artículos en Le Monde, Libération, Les Inrockuptibles y Die Zeit, entre otros medios.