En este artículo Eurídice Cabañes apunta las dinámicas de producción detrás del internet y los dispositivos que median nuestras conexiones. Pensar la nube y el internet desde sus entramados materiales deja ver las prácticas insostenibles detrás del flujo de información.
Las cualidades incorpóreas de la información, a menudo asumidas, y la naturaleza aparentemente evasiva y progresiva de las tecnologías digitales cada vez más ubicuas parecen necesitar un enfoque que redirija hacia las dimensiones físicas, prácticas e infraestructurales de aplicaciones y servicios aparentemente inmateriales.
Holger Pötzsch
Desde el 2006 el término de “nube” se usa en el contexto computacional para referir a los servicios, plataformas e infraestructura a los que accedemos de forma remota. Por ejemplo al ver series y películas vía streaming, escuchar música, almacenar documentos e imágenes… Contrario a lo que se suele creer, la nube no es un ente mágico inmaterial donde se almacena información. En realidad, detrás de la metáfora se esconden servidores que pertenecen a muy pocas empresas privadas; la nube se compone de conjuntos de computadoras en red con una medida y peso específico, que ocupan un espacio concreto y consumen una energía determinada. Para conectarse entre ellas y conectarnos nosotros a ellas, incluso a través de internet inalámbrico, son necesarios muchos cables, en concreto más de 1.000 millones de metros de cable submarinos.
El hecho de no poder ver dicha infraestructura sostiene esta metáfora que nos presenta el espacio digital como inmaterial e inocuo. La metáfora nubla la visión de lo opaco de la infraestructura digital, así como la interacción que existe entre los dispositivos que usamos y sus prácticas de producción. Además, obviar la materialidad de los medios digitales (incluida la nube) podría considerarse un crimen por omisión que excluye tanto el impacto ambiental de la infraestructura, así como las cuestiones relativas a los flujos mundiales de materias primas, energía y trabajadores/as. A continuación ofrecemos algunos datos más sobre la rabiosa materialidad digital.
Nubes rojas de sangre
Para trazar un recorrido que nos permita comprender la importancia de desentrañar los aspectos materiales de internet y la nube conviene comenzar ubicando de dónde vienen los materiales que componen nuestros dispositivos: celulares, tabletas, pantallas, microprocesadores… En la fabricación de estos dispositivos con los que accedemos a internet es necesario, entre otras cosas, un material denominado coltán. En 2019 se extrajeron un total de 1.800 toneladas de esta roca compuesta, las cuales apenas dan abasto a una altísima demanda que crece cada año (Carrizosa, 2019). El principal productor de coltán en el mundo es la República Democrática del Congo con cerca del 80% de las reservas mundiales estimadas (Kelly, 2017).
Las condiciones en las que se extrae el coltán en la República Democrática del Congo son atroces. En primer lugar debido a la guerra por los recursos que ha dejado 6 millones de muertos hasta la fecha. La extracción del material es un factor clave de esta guerra en la que Ruanda, país vecino, es el segundo mayor exportador de coltán del mundo, pese a que no dispone de ese material en su suelo (Anas, 2018).
En segundo lugar gran parte del coltán lo extraen niños en condiciones de esclavitud o semiesclavitud. La UNICEF ha denunciado que en el Congo hay más de 40,000 menores trabajando en las minas del mineral. Cada kilo de coltán equivale a la muerte de dos niños esclavizados, se calcula que en este entorno en promedio muere un minero al día (Anas, 2018). Recientemente las familias de niños mineros, a través del bufete de abogados International Rights Advocates especializado en derechos humanos, han llevado a tribunales casos en los que denuncian a Apple, Google, Microsoft y Tesla por trabajo forzado, enriquecimiento injusto, supervisión negligente y daño emocional (Kelly, 2017).
¿Quieres saber más acerca del origen de tu celular? Phone Story de Molleindustria aborda el tema en su videojuego, el cual fue censurado de la App Store.
Nubes negras de CO2
Seguramente cuando pensamos en emisiones de CO2 las imágenes que nos vienen a la mente son los tubos de escape de autos humeando humo negro, o las enormes chimeneas de las industrias metalúrgicas. Probablemente lo que quede más lejos de nuestra imaginación sea lo más inmediato: ese nuevo match en Tinder, el mensaje de audio de seis minutos que enviamos a nuestra amiga o la story que subimos a Instagram enseñando nuestro desayuno.
Sin embargo, cada clic que damos también genera una huella de carbono. Se sabe que una de las industrias más contaminantes en cuanto a huella de carbono es la de las aerolíneas. Pues bien, según el proyecto Shift, la huella de carbono de nuestros dispositivos e internet es similar a la de esta industria, suponiendo un 3.7% de las emisiones mundiales (entre mil seiscientos y mil setecientos millones de toneladas al año).
Somos ciudadanos digitales de internet, que si fuese un país, sería el quinto más contaminante del mundo. Tan solo la transmisión en plataformas como Netflix genera el CO2 equivalente a las emisiones de 400 autos al año cada minuto.
Nubes verdes de lluvia ácida
Mencionamos las condiciones de extracción de los materiales que hacen falta para generar nuestros dispositivos, pero desecharlos es también un gran problema. Se calcula que los aparatos electrónicos generan una gran cantidad de desechos contaminantes: más de 50 millones de toneladas en 2018 (12% más que en 2016) y se estima que sean 120 millones de toneladas en 2050 (UNEP et al, 2019).
Los flujos de la tecnología son cada vez más rápidos. Los productos tecnológicos tienen una duración inscrita en el ciclo programado de producción-consumo. No solo se fabrican con materiales de mala calidad, sino que se configuran para que dejen de funcionar tras un número concreto de usos o tras cierto periodo temporal, al mismo tiempo las constantes actualizaciones de software vuelven al hardware obsoleto. Así, desechamos dispositivos perfectamente funcionales cada año, porque, en muchos casos incluso la compañía telefónica nos ofrece la renovación gratuita anual.
Si por un segundo dejamos de lado la perspectiva ecológica y enfocamos el problema meramente desde la perspectiva económica, podemos ver que el valor estimado de los materiales recuperables en los desechos electrónicos en 2019 fue de 55.000 millones de dólares, más que el Producto Interno Bruto (PIB) de la mayoría de los países del mundo. Además, el reparto de la basura electrónica es muy desigual: casi toda se genera en los Estados Unidos (siete millones de toneladas) pero se procesa principalmente en Asia, África y Latinoamérica. Este tipo de residuos son altamente tóxicos pues contienen cobre, cadmio, plomo, óxido de plomo y mercurio, entre otros. La sobrecarga de algunos países para el tratado de residuos electrónicos provoca que no se sigan protocolos de seguridad y se den prácticas como el quemado al aire libre o la disolución de materiales en ácidos. Esto supone un fuerte impacto en el ecosistema en el que se procesan pudiendo llegar a contaminar tierras, ríos e incluso la atmósfera, así como afectaciones en la salud de quienes trabajan con ellos o quienes habitan en lugares cercanos.
Como comentábamos al inicio de este texto, durante mucho tiempo se ha obviado la materialidad de la red. Sin embargo, comprender internet desde su materialidad es de especial relevancia en un medio que prácticamente se ha convertido en una extensión de nuestro hábitat y nuestras relaciones. El entorno digital se ha revelado, especialmente durante la pandemia, como imprescindible para que se garanticen derechos ciudadanos tan básicos como la educación, la salud… ya no somos solo ciudadanos y ciudadanas de nuestros respectivos países, sino también del mundo digital y muchas veces ambas ciudadanías se imbrican de formas indisolubles.
Nuestras relaciones sociales, laborales, de investigación y generación de conocimiento ocurren, cada vez en mayor medida en entornos digitales privados, cuyas reglas determinan las grandes corporaciones dueñas de su infraestructura. Lo cual supone que en sus manos están decisiones como quién y cómo accede al mundo digital, a qué conocimiento accedemos y cuál queda relegado, con quienes nos relacionamos y cómo, los modos en los que trabajamos, la información que proveemos como usuarios y cómo emplearla. Cuando el interés económico prevalece sobre el bien común, al obviar la materialidad de los medios digitales se excluyen las cuestiones ambientales, los flujos mundiales de materias primas, energía y trabajadores y nos deja tan solo una visión etérea e inocua de estas tecnologías.
Si estudiamos la materialidad de los medios debemos atender las múltiples capas de prácticas y conocimiento que operan simultáneamente: las infraestructuras de red necesarias para que el internet exista tal y como lo conocemos (cables, servidores, etc.). Dichas capas incluyen las materias primas necesarias para la fabricación de infraestructuras y dispositivos, la mano de obra, los deshechos y la huella de carbono, los protocolos de software, los algoritmos, los flujos de la información y los datos; así como las prácticas de uso y consumo. Por último, pero no menos importante, los discursos que subyacen y que configuran nuestra percepción de la tecnología, de las relaciones sociales y de una realidad tecnológicamente mediada. Solo cuando revertimos la mirada hacia la materialidad podemos analizar las problemáticas de un modo integral.
Bibliografía
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Zuazo, N. (2018). Los dueños de internet: Cómo nos dominan los gigantes de la tecnología y qué hacer para cambiarlo. Debate.
Eurídice Cabañes
Co-directora de ARSGAMES, doctora en Filosofía de la Tecnología, profesora en varias universidades de España y México. Cuenta con más de 50 publicaciones entre las que cabe destacar el libro “El aprendizaje en juego” y ha impartido más de 100 conferencias en Asia, Europa, Australia, Norteamérica y Latinoamérica. Ha sido fundadora y directora de la Fábrica Digital El Rule (actual Laboratorio de Tecnologías) de la Secretaría de Cultura de la CDMX y colaboradora con el Centro Multimedia del CENART. Es game designer elegida como una de las GameChangers por GameIndustry.biz y comisaria de exposiciones entre las que destaca “Videojuegos: los dos lados de la pantalla” de Fundación Telefónica 2019 con más de 100.000 visitantes que en 2021 inicia su itinerancia por varios destinos en México.