La difusión de la música como secuencia de datos (mp3, mp4, m4a, wav, flac y el resto de la lista) representa uno de los mejores ejemplos de la forma contrapuesta en que la irrupción de un fenómeno se recibe en el entorno de la cultura y en el del mercado. Si en el primero el saldo de una ventana abierta puede seguirse discutiendo mucho tiempo después de que se ha cerrado, en el segundo el fallo casi nunca se hace esperar, con que tan solo se dibuje un resquicio: el mercado no es afín a la incertidumbre. Sus afectos y fobias son constantes, imposibles de sobresimplificar. Uno de los actos que menos simpatía le despiertan es la transacción gratuita (con todo y que, como en el caso de estas transacciones, la gratuidad sea ilusoria). Y cuando el volumen de estos intercambios crece hasta encender la alarma en los indicadores de cotización o en las juntas directivas, el rechazo es frontal.
La historia es conocida: el fin del siglo y el cenit de las ganancias monetarias obtenidas por la venta de música grabada, al menos en formato físico, fueron casi simultáneos. Desde entonces, la descarga directa de archivos de audio se ha vuelto el parámetro para estimar la salud mercadológica de un producto (en este contexto, ningún término, como aquí “producto”, funciona mejor que el convencional). El esquema de producción, distribución y comercialización de música grabada ha movido su centro de gravedad y hoy la venta de ésta en soporte analógico, aunque hasta unos años atrás parecía moverse hacia el ámbito testimonial, hoy parece establecer una relación sucesoria más gradual de lo que aparentaba hace unos años respecto a la venta de las secuencias de bits. O se encamina tal vez a un punto de balance. El desenlace, siquiera provisional, no está claro. A lo más, lo que tenemos es una serie de rupturas y episodios anticlimáticos, como el reciente caso de Adele y su segundo (ñoñísimo) álbum, que resultó ser el que más ha vendido en soporte físico durante la primera semana en el mercado.
Con todo, permanece el recelo en buena parte del entorno empresarial hacia la descarga de archivos de audio, que, por otra parte, tiene un arraigo cada vez mayor. El conflicto parte de que esta práctica encuentra canales que no pocas veces se dan fuera del ámbito legalizado (que en este caso correspondería a plataformas como iTunes, Spotify y otras que van en declive desde el momento de su surgimiento, como Tidal) y relativamente al margen del mercado. El supuesto descontrol de la forma en que una parte del público decide apropiarse de estas obras ha representado (o al menos llegó a representar, durante los primeros años de la emergencia de Napster y las plataformas que aprovecharon la brecha recién desbrozada) un descenso en las utilidades de las disqueras. Como en cualquier otro rubro industrial, un achicamiento del trozo de pastel que está sobre el plato resulta en un amotinamiento cuando el tamaño de la compañía y sus operaciones rebasa cierto punto.
En un plano estrictamente institucional, es posible comprender el rechazo hacia estos intercambios por parte de los ejecutivos en las discográficas, aunque los argumentos de los que echan mano en el enfrentamiento (menos difundidos ahora que durante el periodo crítico de esta transición) suelen hacer agua: según el alegato principal en el terreno económico, la producción de música es un proceso sofisticado y sobre todo, caro. El escenario que dibujaban cuando se pasaba la página del siglo era que, de crecer el volumen de las descargas ilegales, eventualmente sería imposible pagar a los músicos por hacer su trabajo y la música podría desaparecer. Es de aplaudir el compromiso con la narrativa catastrofista, que pierde todo atractivo cuando es moderada, pero cualquier relato necesita un mínimo de coherencia interna para sostenerse. En la retórica del liberalismo económico es común asimilar cualquier actividad o disciplina a la parte de la industria que se ocupa de ella. En el discurso de los representantes ejecutivos de disqueras y sus defensores, no hay diferencia entre el negocio de la música (más: el negocio de la música al nivel de los sellos multinacionales) y la música en sí.
Los argumentos legales se resumían en la tautología, para ellos incontestable, de que estas descargas estaban fuera de la ley. Lo que estratégicamente dejaban fuera cuando hablaban de esto era que las leyes en la materia fueron dictadas por ellos mismos (organismos integrados por las empresas dedicadas a la venta de música grabada, como la RIAA en Estados Unidos) de manera indirecta o no. Al día de hoy, estos criterios legales mantienen su vigencia gracias a las maniobras de los llamados lobbies, despachos dedicados a la cooptación y presión legislativas, disfrazadas de relaciones públicas, contratados por ellos. Al centro de las normas relativas al copyright, prácticamente estandarizadas en el contexto internacional, yace un absurdo, que la condena a los sitios de descarga e intercambio ponía al descubierto: en tanto secuencia de datos, los archivos que se reciben pueden ser replicados, en teoría, un número ilimitado de veces. Su apropiación no implica en rigor una transacción, sino una multiplicación. En el mundo de las ideas al menos, un archivo mp3 no se deteriora jamás, puede diseminarse sin desgaste.
Los sellos musicales más grandes han tasado el “daño económico” que supuestamente sufren con cada archivo que es copiado en poco más de un dólar. Esa cifra es el valor de referencia en los juicios que se han abierto a partir de sus demandas contra los piratas. Una de las personas que han pisado la cárcel como consecuencia de estos procesos es Peter Sunde, cofundador y antiguo vocero de The Pirate Bay. Lejos de arredrarse, a finales del año pasado dio a conocer el proyecto Kopimashin (que él sitúa en el ámbito artístico), un dispositivo que copia cien veces por segundo, unas ocho millones al día, la canción “Crazy”, de Gnarls Barkley. Si damos crédito a las razones para la autoconmiseración de los conglomerados, dice Sunde, este proyecto los dejará en la bancarrota muy pronto, al someterlos a “pérdidas” de más de diez millones de dólares diarios. En un mundo que no se encontrara construido en torno a los intereses del capital trasnacional, en el que no se hubiera normalizado la sujeción de todo otro orden al suyo, una obra como ésta no habría necesitado siquiera ser enunciada como intención para revelar la arbitrariedad (y la estupidez) que supone adjudicar el valor a una copia como las realizadas por él. Pero aquí parece que incluso un trabajo tan poco sutil como el de la Kopimashin apenas roza el umbral de estridencia que requiere el sentido común para hacerse escuchar en medio de la naturalización de esta peculiar dictadura.
Otro proyecto, el del pequeño sello Care of Editions, va incluso más allá, al pagar a los clientes por la descarga de cada uno de sus discos en versión digital. A partir de lo obtenido de la venta de discos en formato físico, se asigna un valor determinado a un número limitado de versiones descargables, hasta que se agota el catálogo. Este esquema prueba no solo la viabilidad de una empresa que se sostiene principalmente de la venta de discos (¡como en la prehistoria!), sino algo más importante, al menos en el contexto de esta discusión: nadie se ha muerto por dejar de cobrar un archivo de audio. Ni siquiera por entregar dinero junto con él.
La consistencia argumentativa en los aspectos económicos que se contemplan en este debate (además de las implicaciones morales, aunque ése es otro asunto), no parecen estar del lado de los señores CEOs. Solo el dinero (pese que llevan 15 años de alarmarnos por su empobrecimiento) y el control de la política, que hoy suelen venir en paquete. Pero al acotar el debate al terreno económico se vuelve necesario recordar la supuesta distinción entre la obra como producto cultural o como un bien industrial. En el caso del entorno pop, esta determinación de las disqueras a discutirlas como productos, en el sentido comercial, establece mejor que cualquier análisis su identidad como esto último. Y es muy comprensible que esta discusión se trate de mantener en este contexto, porque en el de la cultura la llevan aún más de perder: el trabajo creativo adquiere su sentido al encontrarse con el público. A mayor variedad y profusión de canales, mayores ocasiones para el diálogo. Si lo que ellos dicen producir son obras con valor artístico o cultural (y es precisamente lo que afirman con frecuencia), las restricciones que imponen a su distribución representan una forma de coartarlas, un auto sabotaje que sería incomprensible dentro de su misma lógica.
A pesar de que el mercado puede crear el espejismo de facilitar el acceso a la obra de los artistas, establece otra forma de segregación a partir del precio que se le asigna y de los términos de su distribución y propiedad. La influencia que las estructuras económicas vigentes ejercen en la posibilidad que los sujetos tienen de participar en las conversaciones estéticas, por esta vía y otras, puede definirse tibiamente como estratificadora. El criterio que se aplica para negar el acceso a un libro, una pieza de teatro o un disco en función de su valor monetario determina no solo la identidad de estas obras como mercancía, sino que permite asomarse a la forma en que se construye el vínculo social de acuerdo al contrato vigente. Cada vez más autores han hablado de la importancia que tiene el desarrollo de la sensibilidad estética en la creación de comunidad, así como en la vida social y cultural en su sentido extenso. Eugenio Trías, en el ensayo “Ciudad sobre ciudad”, propone la fundación de lo que él presenta como una polis ideal, cuya vida social tomaría como modelo obras de las principales disciplinas artísticas occidentales. En el sitio central, estarían la arquitectura, como aquella que trazaría el espacio simbólico de la vida en común, y la música, que daría forma al tiempo simbólico. Más allá de lo ambiciosa que pueda parecer esta visión, Trías la presenta también como testimonio de la importancia que, él supone, tiene el arte en la construcción de los sujetos colectivos. En este caso, la influencia de la música en la dimensión temporal de la subjetividad.
Ya no como proyecto, sino como historización, Jacques Attali plantea una tesis con cierta similitud. En “Ruidos. Economía política de la música”, realiza un recorrido por los últimos cinco siglos de la historia occidental, en el que describe cómo la música de cada época contiene rasgos que anticipan los cambios en las estructuras socioeconómicas dominantes (o que se verán reflejados en éstas). Más precisamente, el lugar que la música ocupa en la cultura y las formas vigentes de escuchar prefiguran los modos de producción. Attali ve tres momentos: el sacrificial, antes del Renacimiento; el de la representación, desde el siglo XVI hasta la Revolución Industrial, aproximadamente y el de la repetición, que define a las sociedades industrializadas. La exactitud de la descripción que hace de éste último puede verificarse en el pasado reciente y el presente, aun si tenemos a nuestra época por transicional o por plenamente moderna: hoy, la forma dominante de la escucha, así como de la producción (el uso del término es, otra vez, intencional) musical, es reiterativa. La música ya no es el acontecimiento ritual de la era del sacrificio, ni la representación compleja y el espectáculo del siguiente momento. Hoy, o al menos hasta hace poco, la masificación de la música grabada se refleja incluso en las formas que adquiere en vivo (como imitación de las versiones de estudio) y en la línea de producción en serie como el espacio representativo de la industria. Tanto la música como el resto de la vida sociocultural, se repite hasta anular su significado. El ruido constante y uniforme se vuelve otra forma del silencio.
Attali sugiere un siguiente estadio, el de la composición, que puede o no anunciarse en varias tendencias que atestiguamos hoy (el libro fue publicado originalmente en 1977). Aunque él lo esboza como hipótesis, el siguiente entorno de creación musical estaría definido por una nueva forma de apropiación, por parte de los autores, consistente en la creación de nuevos lenguajes a partir de los elementos de obras ya existentes. Aquí el músico ya no es el portador pasivo de un mensaje divino, el vehículo para una representación o el miembro de una cadena de ensamblaje, sino un sujeto político en plenitud, por vía de asumir su papel en el entramado social. Lo propone también como la única vía para trascender las estructuras socioeconómicas opresivas vigentes, o que lo eran cuando se escribía este libro. Si técnicas como el remix y el sampleo, que implican una recontextualización de fragmentos de obras previas, o la hibridación acelerada de géneros que vemos hoy son asomos de ese nuevo entorno que Attali anunciaba, es algo que puede discutirse. Lo que resulta innegable es que la facilidad con que los autores pueden hacerse de herramientas (formativas y técnicas), distribuir su trabajo, conocer el de otros y dialogar entre sí apunta a un escenario de mayor horizontalidad, que posibilitaría el advenimiento de la composición, en el sentido de esta obra, como rasgo principal de la práctica musical y de los modos de producción.
Por lo pronto, si atendemos a la forma general en que el público se relaciona con este medio (internet) en lo que respecta a la música, las cosas no apuntan tanto a la construcción de un nuevo orden y sí a la perpetuación de (o el sometimiento ante) las estructuras vigentes. La disponibilidad de una oferta musical en apariencia ilimitada se aprovecha casi siempre para descargar canciones que previamente han sido difundidas con profusión, en medios comerciales (esto vale más para los medios regulados como iTunes y Spotify, aunque los clandestinos o semiclandestinos tienden también a esta uniformidad). Mientras el funcionamiento de los canales alternativos para la distribución de la música implique una réplica de lo que sucede en los dominantes, la victoria provisional que supone la continuidad de su existencia solo podrá leerse como una defensa constante del derecho a sostener el poder vigente. Ya Castoriadis anunciaba, en la caracterización que hacía de los movimientos sociales de los sesenta en Francia y la denuncia de aquello en lo que se habían convertido unos años después, que los protagonistas habían llegado a un punto en el que defendían su derecho a formar parte de la burguesía, a integrarse por entero a ella.
Un artículo firmado por Ian Bogost, que publicó The Atlantic en 2014, en el contexto del debate por la neutralidad (el doble significado del término en inglés, como cualidad de lo imparcial, pero también de lo estéril, anunciaba de manera clara el conflicto que esta causa por lo neutro supone) de la red, expresaba este dilema desde su título: “What do we save when we save the internet?” En él, se preguntaba si la lucha en contra de los intentos por dominar este territorio que los dueños y árbitros del mercado realizaban por medio de tratados internacionales (SOPA, ACTA y demás) que pretendían hacer firmar, no corría el riesgo de trasladar los poderes fácticos bajo los que vivimos a nuestros hábitos virtuales, los cuales creeríamos producto de nuestra voluntad, de un ejercicio de autonomía. Bogost nos forzaba a contemplar en qué se utilizaban, de manera efectiva, las libertades que deseábamos mantener. La mayor parte del tiempo que pasamos conectados, nos decía, es empleado en actos inanes, repetitivos. En la cotidianeidad que dibujaba (de forma certera, si somos sinceros con nosotros mismos), el medio de comunicación, información y educación más poderoso jamás creado se empleaba, durante la mayoría abrumadora del tiempo, en transmitir risas escritas y contemplar animales domésticos. Si internet habría de ser el campo de una batalla, ésta debería aprovecharse para, al menos, interrogarse acerca de su utilidad.
Es sabido que el exceso de confianza en la supuesta permanencia del archivo digital ha llevado a una situación en la que cada día se desechan y crean nuevos archivos “eternos” que terminan por tener una vida media más breve a cada año que pasa. Los soportes y formatos deben ser renovados cada poco tiempo, por un lado. Más importante: cada día, cada segundo, se produce una cantidad de datos (categoría en la que se resume todo lo que circula por la red) inabarcable, que jamás volverá a ser escuchada, si es que lo fue alguna vez. De nuestra capacidad para encontrar sentido dentro de este tumulto y crear nuevas formas de escucharlo, que puedan trasladarse al entramado social, dependerá que se trate del anuncio de una política más esperanzadora, o de una nueva forma de silencio, más ensordecedora y tal vez definitiva.
Atahualpa Espinosa
(Zamora, Mich., 1980). Narrador y guionista.
Ha coordinado talleres de lectura y creacion literaria en varios espacios e instituciones. Actualmente forma parte del area educativa del CCD.