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Terremoto y comunidad

Por Elisa Godínez /

13 nov 2017

Recibo una invitación por chat. Me proponen escribir una reflexión acerca del uso de las redes sociales en el contexto del terremoto ocurrido el pasado 19 de septiembre del año en curso, a partir de lo que he podido observar del comportamiento social o grupal en un sentido positivo: el despliegue de apoyo, de echar una mano —como decimos en México al acto de auxiliar al prójimo cuando está en apuros— como sea y hasta donde sea; de esta alta marea de solidaridad desatada en los momentos inmediatamente posteriores al terremoto, de este vuelo sincronizado, de esta especie de inteligencia de enjambre dispuesta a reproducir un patrón de organización para, simple y sencillamente, poder ayudar donde fuese necesario. En este sentido, mi reflexión está centrada en una respetuosa interpretación del fenómeno de acción colectiva desde la perspectiva de alguien privilegiada que no sufrió ningún tipo de estropicio y que está en un proceso de aprendizaje permanente usando algunos elementos de las ciencias sociales.

            Quienes estamos habituados a leer y/o participar con cierta frecuencia en las redes sociales más populares en internet, como Facebook y Twitter, fuimos testigos de un importante fenómeno de solidaridad —retomo la palabra intentando borrar de mi memoria el uso político-clientelar que tuvo, precisamente pocos años después del primer terremoto del 19 de septiembre, allá en la segunda mitad de los años ochenta— en particular en la Ciudad de México. Antes de seguir, me gustaría aclarar que  voy a referirme exclusivamente a lo sucedido desde la Ciudad de México, que esto no significa que se deban omitir las diversas formas de ayuda generadas también en redes sociales para apoyar a los afectados del terremoto ocurrido días antes, el 7 de septiembre, y que afectó gravemente la zona del Istmo de Tehuantepec en Oaxaca y partes de Chiapas, especialmente.

            El martes 19 de septiembre pasada la una de la tarde estaba en mi casa trabajando en la computadora, con tapones en los oídos para aislar un poco el ruido como normalmente suelo hacerlo, cuando de pronto sentí un jalón muy fuerte, uno que nunca había sentido desde mi recuerdo infantil, ya un tanto evaporado, de la sensación exacta del terremoto de 1985. De inmediato supe que este temblor no era uno de los comunes, de esos a los que los habitantes de esta ciudad estamos acostumbrados que ya ni nos asustan; este temblor era algo grave y lo supo mi cuerpo antes que mi cerebro: salté de la silla, tomé mi teléfono y salí a toda velocidad a la calle. Mis vecinos, todos, salían volados del edificio, unos gritaban a los que se tardabna en evacuar, algún otro detuvo con algún objeto la puerta para que todos pudiéramos salir y detenernos en la calle un poco lejos del edificio. Ese mismo día, apenas dos horas antes, se había realizado el simulacro institucional en conmemoración del terremoto del 85. Como cada año, a excepción de que uno trabaje en oficinas o escuelas, no existe obligación de participar. En la calle, mientras todavía el suelo se nos movía, lo único que pude hacer fue abrazar a dos de mis vecinas mujeres, rogando para mis adentros que pronto terminara la sacudida. Por fin el movimiento cesó y nos dedicamos a escribir mensajes en Whatsapp, cada quien a los suyos, para reportarnos y pedir que se reportaran, para consolarnos. En mi barrio la energía eléctrica y la señal de telefonía celular se interrumpieron, por lo que muchos nos quedamos incomunicados durante los minutos posteriores al sismo. Alcancé a enviar un mensaje de “¿Están bien? Tembló horrible” a mi familia y hasta ahí, las respuestas no llegaban, la red 4G funcionaba intermitentemente y por lo tanto no podía leer lo que se decía en las redes sociales. Subí a mi casa y desde mi ventana noté una humareda o polvareda que supongo sucedía cerca, le tomé una foto e intenté colgarla en mi cuenta de Twitter sin éxito. Salí de nuevo a la calle y topé de nuevo a una vecina a la que acompañé a pasear a sus perros que estaban muy nerviosos y para ver si detectábamos un mejor lugar para recibir la señal de la red 4G. Al llegar al edificio del WTC encontramos un poco de señal, justo donde había un mar de gente esperando afuera mientras el edificio era revisado. En ese momento, al comentar con personas ahí reunidas, me enteré, como lo sospechaba, que el temblor había sido serio, que había daños fuertes y también en ese momento me eché a llorar y de inmediato a mandar más mensajes, hacer llamadas, lo que fuera posible para comunicarme con mi gente. Leí que se había caído un edificio en la esquina de Ámsterdam y Laredo, en la Hipódromo Condesa, y leí que se había caído una escuela “Rébsamen”. Mis primeras suposiciones resultaron ciertas: este temblor había sido grave.

Imagen de Elisa Godínez

            En mi casa todavía no había energía eléctrica ni señal de celular, así que caminé a casa de mis abuelos donde estaba reunida una parte de la familia. En el trayecto me topé con mucha gente que, como yo, caminaba muy rápido con el rostro desencajado y caminaba también me encontré con un señor mayor, sentado afuera de su casa y acompañado por una chica y un chico adolescentes ,  sus nietos tal vez, quienes tenían una cubeta con botellas de agua y refrescos y los ofrecían al pasar. “Chula, ¿estás bien?”, me dijo el señor, “Sí, señor, gracias, ¿usted cómo está, cómo están?” le respondí mientras me tomó de la mano y me miró a los ojos con preocupación; me dijo “Cuídate, hija”, le agradecí y seguí mi camino. Escribí un par de tuits que decían algo así: “Pero esta ciudad es grande. Voy caminando rumbo a estar con mi mamá. Un abuelo y sus nietos dando consuelo y agua. Me pregunta cómo estoy, si necesito algo, me toma la mano. Eso somos también.”

            Al llegar a casa de mis abuelos, me enchufé, ahora sí completamente, a las redes sociales. Con el sonido inútil de la televisión de fondo —la teníamos encendida más bien por las imágenes— comencé a leer tuits con información muy precisa acerca de lugares de acopio, de necesidades específicas en lugares precisos de edificaciones derrumbadas o dañadas, así como también información no corroborada —aunque también ya salían los tuits con recomendaciones muy precisas para compartir datos fidedignos, para evitar la propagación de rumores o información falsa o para hacer más ágil el flujo de la cascada informativa que nos estaba cayendo. ¿Cómo se fue ordenando todo aquello, de dónde surge esa acción sincrónica sin cabezas, sin batuta, sin órdenes verticales? ¿Quiénes actuaron velozmente, otra vez como hacía 32 años, llenando el vacío producto de la ineptitud y la parálisis oficial?

            Explicar el comportamiento colectivo humano no es algo sencillo. Lo que vimos en las horas y días posteriores al segundo terremoto del 19 de septiembre fue un despliegue conjunto de organización y acción, o de acción organizada, de una manera horizontal, sin la intervención de autoridades oficiales, un orden espontáneo, los principios de una auténtica comunidad. ¿Cuál es la psicología, la sociología, la antropología que explica un fenómeno así? Muchos animales, como las abejas o las hormigas, se organizan a sí mismos a partir de unidades o grupos efectivos, capaces de realizar diversas tareas sin mayor mediación que una serie de señales básicas que propician un acuerdo tácito para actuar. Cual si fuera un cardumen o una bandada, después del terremoto muchas personas coordinaron sus acciones de solidaridad sin mayor dirección que la comunicación en redes sociales: participar en labores de rescate; llevar todo tipo de herramientas indispensables para los trabajos en sitios de derrumbes; reunir material para emergencias médicas; acumular y distribuir alimentos preparados y no perecederos, productos higiénicos, cobijas, ropa, lonas, etc.; corroborar y retransmitir información de necesidades y ofrecimientos y varias acciones más. Tal como la inteligencia de enjambre de los animales —en la que nadie está propiamente a cargo—, en aquellos momentos y a partir de la información vertida en redes sociales, muchas personas contribuyeron cada una al éxito de todas estas tareas, sin jefes, sin comandantes, sin roles específicos, simple y sencillamente interactuando y siguiendo reglas básicas: un rudimento temporal de sistema auto-organizado.

            El antropólogo escocés de la Escuela de Manchester, Víctor Turner teorizó acerca de los símbolos y la ritualidad, especialmente los ritos de paso. En ese periplo al que dedicó su vida, Turner observó a detalle a la tribu Ndembu, en Zambia, para entender el proceso de los conflictos en esa sociedad y a partir de ello desarrolló varios conceptos como el de drama social para entender cómo se desdobla una crisis, sus etapas en un determinado segmento de tiempo —el antes, el durante y el después— y se alcanza una resolución. En su comprensión de los ritos de paso, Turner retomó la estructura tripartita (pre-liminal, liminal y post-liminal) de los ritos de paso desarrollada por Arnold van Gennep y el concepto de liminalidad, que implica el estado transicional entre dos fases, una especie de limbo en el que prevalece un estado de ambigüedad pero que implica también la posibilidad de la llamada communitas. ¿Qué es, grosso modo, una communitas? En el sentido más simple, es una comunidad no estructurada, en la que las personas son iguales y en sentido turneriano, se relaciona con un estrado no estructurado en el que los miembros de una comunidad son iguales, lo que les permite compartir una experiencia, generalmente a través de un rito de paso. La communitas es cuando un grupo de personas experimenta la liminalidad colectivamente. Compartir experiencia —como en este caso un desastre— nos coloca a todos en el mismo nivel, es un momento de igualdad en el que las jerarquías desaparecen, es el trance en el que se suspenden provisionalmente las distinciones, las diferencias, todo aquello que normalmente nos separa.

Imagen de Elisa Godínez

Yo no sé qué tanto de similar pueda haber entre la inteligencia de enjambre y la communitas, pero creo que se puede reconocer que en las acciones de apoyo posteriores al terremoto del 19 de septiembre de este año existieron algunos rasgos de ambas que pueden ayudar a comprender la emergencia tan nítida de un comportamiento colectivo positivo, espontáneo y temporal, que hizo que muchas personas se volcaran a la calle, usaran las redes para salir y hacer y se unieran a otras personas que posiblemente acudieron sin necesariamente atender una convocatoria en internet. Lo que quiero decir es que entre la acción virtual y la acción situada en las calles se puede erigir espontáneamente una comunidad, ese punto en el que hay una interrupción de las jerarquías y de, al menos, las diferencias más desgarradoras. Tampoco sé cuánto de razón y cuánto de emoción explica que sucedan cosas así, pero sí sé que fue en los edificios derrumbados, en las casas y calles dañadas de la Ciudad de México así como en las pequeñas ciudades y pueblos de Morelos, particularmente, en donde la solidaridad de miles se materializó durante varios días y otra vez, como 32 años antes, los capitalinos rebasaron a sus autoridades, dieron lo que tenían: tiempo, fuerza, comida, herramientas, hombros para el consuelo, manos extendida a conocidos y extraños. Al día siguiente del sismo salí a recorrer las zonas afectadas más cercanas a mi barrio. Alrededor del mediodía en el cruce que forman Viaducto Miguel Alemán, Medellín y Amores, se había formado un auténtico hormiguero: personas llevando víveres, otras tantas ordenándolos, otras más integrándose a brigadas para distribuirlos con todo y motocicletas y bicicletas a la orden, entre otras labores. Había también policías, pero no eran ellos quienes estaban en ese momento tomando decisiones, sino simplemente facilitando hasta donde era posible, la faena de las hormigas. En otro punto de la colonia Del Valle, en el cruce de División del Norte, Amores y Av. Colonia del Valle (Plaza Mariscal Sucre), miré una escena similar y constaté que la mayoría de quienes habían salido a la calle lo hacían acompañados, casi toda la gente iba en grupos, pequeños o medianos: familias, amigos, compañeros de la escuela o los trabajos, etc. La gente primero se juntó con los suyos y luego, como racimos, fue uniéndose a otros. Estas dos imágenes constituyen una pequeña muestra de las comunidades espontáneas y temporales, de este actuar y reconocerse en la experiencia compartida de un evento adverso.

            En esos días también leí muchísimas opiniones y sentires en las redes sociales. Muchos se referían al temor y la advertencia de “no volver a la normalidad”, haciendo un llamado a no hacerlo, a mantener la solidaridad, la acción, la buena vibra. Lejos de juzgar, me pregunté desde dónde se hacían este tipo de llamados. ¿La normalidad de quién? En un país roto por más de una década de violencias, ¿a quién se le puede pedir no volver a la normalidad cuando miles son víctimas en un país que ha normalizado la atrocidad? Tal vez el meollo está en la manera de formular el dicho, tal vez de lo que se trataba era de decir: mantengamos la anormalidad que nos hace con-movernos, salir, actuar, ayudarnos. Y no olvidar, una vez que se va disolviendo esta comunidad pasajera, a todos los afectados, habitantes de la capital y de varios estados, por los dos terremotos de septiembre pasado. No olvidar, como se ha olvidado también a todas las víctimas de violencias e injusticias en este maltrecho país.

Elisa Godínez

Politóloga que obtuvo un doctorado en Ciencias Antropológicas con una investigación sobre linchamientos como actos de violencia colectiva; actualmente da clases a estudiantes de licenciatura y en sus ratos de ocio le gusta hornear galletas y panes y cuidar sus plantas.