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Mauricio Gómez

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Escritor/editor en los temas de cultura y software libre, filosofía y anarquismo crítico. Ha publicado Anarquismo y edición como base de un proyecto político-cultural en la Biblioteca Anarquista y varios artículos relacionados con estos temas en distintos medios digitales.

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Por Mauricio Gómez /

30 jun 2016

Hablar de la difusión universal del conocimiento sería imposible hace apenas tres décadas. Ahora, gracias a internet, las condiciones han cambiado para bien. Esta red no es, como muchos piensan, un ente extraño que está en todos lados y en ninguno, sino una red construida por varias redes en todo el mundo organizada de manera horizontal, federada y descentralizada. No hay nodo sobre el cual recaiga todo internet. Si una nación, empresa, poder o lo que sea dejara de participar en su constitución, la red seguiría igual al menos en lo práctico. Esta aclaración es fundamental para entender el potencial disruptivo que siempre han tenido las redes descentralizadas, sean en espacios virtuales o físicos.

Desafortunadamente la red que conocemos hoy en día dista mucho de estos valores horizontales y descentralizados debido a la comercialización y militarización que ha sufrido. A pesar de que todavía es posibles pensarlo así, la mayoría de los usos relacionados con internet pasan por corporaciones privadas que restringen el uso libre de ciertos protocolos o tecnologías que en su momento se pensaron de manera libre. Las empresas vieron una gran oportunidad de mercado en la comunicación instantánea que proveía un mundo conectado y empezaron a crear productos exclusivos, limitados, que sólo pudieran tener comunicación con sus mismos productos, es decir, la idea contraria a la comunicación horizontal que se planteó en un principio. La conexión se volvió un medio más que un fin: el fin original se hizo sólo un medio para tener control y ejercer poder.

La difusión libre por internet es tan revolucionaria precisamente por eso, porque al no existir forma de regular y controlar sus contenidos, la industria del consumo falla en identificar productores y consumidores y el mercado, como se conocía hasta hace apenas dos o tres décadas, cambia radicalmente, lo que implica grandes sumas monetarias perdidas para las industria debido a la naturaleza descentralizada de internet. Este fenómeno ha hecho que las prácticas en torno a la cultura se modifiquen de manera radical: anteriormente los productores de cultura tenían que acudir casi sin excepción a las grandes distribuidoras que se encargaban de llevar el producto a todo el mundo (o a gran parte); hoy en día esto no es necesario y muchas artistas, productoras, institutos y colectivos se encargan de la distribución por medio de las redes telemáticas.

Este quehacer alternativo es posible sólo gracias al potencial abierto que tiene internet. A pesar de que las prácticas comunes inducen a la comercialización o control de contenido en las redes (con tecnologías de Digital Right Management, por ejemplo), existen alternativas libres producidas por ingenieros de software con ideales libertarios (basados sobre todo en la ética hacker), lo que frecuentemente crea territorios en conflicto por incompatibilidad de intereses.

Pero no sólo la manera en que la cultura se distribuye de un lado a otro del mundo ha cambiado, sino la tecnología con la que se crea y se comparte. Por ejemplo, el protocolo p2p (peer to peer, o en español, par a par, entre pares) hizo posible que muchas personas tuvieran acceso a contenido ajeno y, al mismo tiempo, pudieran compartir el suyo. Con ello creció una red que amplió exponencialmente sus alcances y capacidades y que hizo que, desde la década de 1990, casi todas las personas con acceso a internet fueran de una u otra manera partícipes de actos delictivos como ver una película en línea, escuchar una canción filtrada que se suponía todavía no tenía que salir a la luz, pasarle a un amigo canciones en formato mp3 o compartir un libro digital. Como era evidente, la industria gastó muchísimos recursos en presionar a los gobiernos para que endurecieran las leyes relativas al derecho de autor, lo que ha puesto tras las rejas a varias personas a lo largo de la historia como Kim Dotcom o Gottfrid Svartholm por desarrollar tecnología, administrar servidores o hacer uso de cualquier cosa que viole los derechos de autor.

Uno de los puntos centrales en este debate es que la cultura se ha compartido libremente desde siempre, desde los cantos que eran recitados en las plazas públicas (como las epopeyas) hasta la Biblia de 42 líneas de Gutenberg. Las restricciones en torno a compartir cualquier tipo de cultura son invención de las sociedades contemporáneas, más precisamente a partir de la revolución industrial. En el presente, en un contexto de nuevas tecnologías, es desmesuradamente más fácil compartir información de lo que era hace apenas treinta años, pero pensar en las redes telemáticas solamente como violaciones al derecho de autor es reducir su espectro de acción al mínimo. Las facilidades para la producción, distribución y acceso a la cultura son un abanico de opciones para su democratización, aunque esto genere nuevas fricciones con las leyes vigentes, lo que las fuerza (y no de muy buena gana) a estarse adaptando constantemente.[1]

Por el otro lado, los gigantes de la industria dirigen el debate sobre la piratería y los derechos de autor hacia la criminalización de todo aquel que comparta una obra de manera no tradicional con el argumento de que una copia pirateada es una copia no vendida. Esto no es del todo cierto ni del todo falso pues, especialmente en países con recursos limitados, una copia pirateada es la única posibilidad que un gran sector de la población tiene para disfrutar de la cultura, además de que la maquinaria que posibilita la piratería genera fuentes de ingreso importantes a familias que difícilmente podrían tener acceso a un trabajo formal, lo que imposibilita de tajo a un amplio sector de la población a adquirir ciertos bienes por las vías tradicionales. En este sentido, la libre difusión, legal o ilegal, es también la democratización de la cultura y el conocimiento, sólo que la industria se preocupa por argumentar que protege al artista al prohibir la libre cultura cuando en realidad lo que intenta proteger es el modelo de negocio al que está acostumbrado y que le reditúa tan bien, sin importarle la democratización de nada en absoluto.[2] Es importante mencionar que las posibilidades que abre internet no sólo están dirigidas a compartir la cultura, sino también a ser parte de su construcción y cultivo con un alcance potencial que trasciende los límites impuestos en un mundo no conectado, lo que también es incómodo para la industria que está acostumbrada a identificar perfectamente las fuentes de creación para su control, apropiamiento y posterior distribución regulada con fines monetarios.

Esta postura que implica la crítica de los modelos económicos tradicionales está detrás de varios proyectos contemporáneos que ven en las nuevas tecnologías la posibilidad de llevar su contenido a todo el mundo. Sin embargo, debido a las limitantes en la distribución que conlleva la protección del derecho de autor, estos proyectos frecuentemente acuden a alternativas legales que priorizan el alcance en vez de la generación de recursos monetarios. El caso más célebre de las licencias que permiten esto es el de Lawrence Lessig, maestro de leyes en la Universidad de Standford y autor de la licencia Creative Commons que busca precisamente partir de que todo el mundo puede compartir, modificar y redistribuir el trabajo del artista que use esta licencia, justo el punto de partida contrario al del copyright. Por supuesto, hay ciertos matices y distintas formas de usar esta licencia, pero en general, la idea es aportar una alternativa mucho más flexible que privilegie la distribución por encima de la restricción con fines de maximizar los rendimientos económicos.

Este tipo de licencias ganó fuerza sobre todo en el ámbito digital, debido en gran medida a que el movimiento hacker de la década de 1980 (influencia de Lessig) estaba enfocado a licenciar el uso del software de manera libre. De igual modo, los primeros intentos de utilizar licencias abiertas estuvieron enfocados en la cultura digital, tal vez porque su producción no incluía grandes inversiones monetarias (al menos palpables) y el riesgo se percibía como menor.

En el caso de México, independientemente del tipo de licencia, las propuestas culturales y digitales surgieron tímidamente y, casi en su totalidad, utilizan licencias restrictivas o tradicionales, por llamarlas de alguna manera. El grueso de las propuestas apuestan por digitalizar libros impresos de otras editoriales a las cuales la gente tiene poco acceso (por cuestiones monetarias, geográficas o de otro tipo), por lo que existen en círculos underground o ilegales estrictamente hablando. Muy pocas editoriales apuestan por un quehacer digital exclusivo, como es el caso de Malaletra.

En el ámbito editorial tradicional, las editoriales más grandes o conocidas con inclinación a la cultura libre son Sur+ y Tumbona Ediciones. Utilizar esta licencia les permite vender sus libros impresos, permitir la copia y reproducción de éstos y también su descarga gratuita por medio de una conexión a internet, lo que facilita la distribución de sus contenidos. Por supuesto, la elección de esta licencia en vez de la tradicional protección a los derechos de autor tiene que ver más con una decisión política que económica, pues se prioriza el alcance de los contenidos por encima de la generación de capital, como normalmente se hace.

La tecnología por sí sola no es buena ni mala, sino neutra. Las posibilidades que abren las nuevas plataformas, potenciadas sobre todo por internet, abren posibilidades inimaginables hace algunas décadas. Sin embargo, estas nuevas oportunidades no sirven de mucho si utilizan sistemas cerrados, comerciales o privativos; por otro lado, mientras los sistemas sean más abiertos y descentralizados, más oportunidades habrá para democratizar la cultura en todos los niveles sociales. Si más personas tienen acceso a la educación, a la cultura, y sobre todo a su producción descentralizada, horizontal, colaborativa y solidaria, más cerca estaremos de tener una sociedad más justa y equitativa.

 

Notas 

[1] Alberto López Cuenca y Eduardo Ramírez Pedrajo, Propiedad intelectual, nuevas tecnologías y libre acceso a la cultura, p. 11. 

[2] Ibidem, p. 31.

Mauricio Gómez

Escritor

Escritor/editor en los temas de cultura y software libre, filosofía y anarquismo crítico. Ha publicado Anarquismo y edición como base de un proyecto político-cultural en la Biblioteca Anarquista y varios artículos relacionados con estos temas en distintos medios digitales.